El hombre-lobo de quien cantan existió en realidad en el cuento de Boris
Vian, publicada en Francia con el nombre de "Le Loup-garou" en 1970.
En el cuento, el protagonista es el hombre lobo llamado Denis, quien fue
mordido por un hombre-lobo que le contagio la habilidad de convertirse en un
hombre hasta la medianoche, cuando vuelve a ser un lobo.
El cuento entretiene, es divertido, tiene fantasia y crudeza de una realidad francesa de la epoca.
POR BORIS VIAN
En el Bois des
Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo
adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción
favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches
procedentes de Ville-d’Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que
un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles
majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las
espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el
enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la
actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado
de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se
alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada,
como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos
civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba
en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con
botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le
producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero,
maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal
manera el estómago.
Denis vivía en
buenas relaciones con sus vecinos pues éstos, dada su discreción, ignoraban
incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años
atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna
durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de
las naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en
clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas
como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que
con el paso del tiempo adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de
automóvil recogidos por él mismo en la carretera donde los accidentes eran el
pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus
trofeos y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría
de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de
maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de
cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto
plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de
unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente
con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta
apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo
digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar
expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del
vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de
su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam,
cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette
Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con
algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé
Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago
del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío
encuentro.
Por desgracia
para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en
punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por
los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace
poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de
antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen.
Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan
discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette,
por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser
descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente
bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis
escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga
fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por
turbulentas pesadillas.
No obstante,
poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan
idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de
septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los
árboles. Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces
alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la
peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy
temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no
por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas,
se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía
menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía
cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el
trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo
se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las
razones.
Tiritando de
fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de
luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó
sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan
pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás
un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los
recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía
instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta
de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando
sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y
circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco
rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos
rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito
inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío
sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra
había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de
estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.
Resultaba
forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las
más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los
accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de
aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo
de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria,
admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó
a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando
su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de
negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su
perdida apariencia.
Hizo empero,
un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el
fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por
parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis,
mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.
Ante la idea
de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento
se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre
los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban
día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba
simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería
preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los
libros no mentían, la transformación habría de ser de duración limitada. Y en
tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad…?
Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas
en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las
mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la
lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de
la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.
Volvió al
retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto
como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo
de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el
control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso
alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño
y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y
sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que,
después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo
de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de
prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en
caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos.
Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con
paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y
olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de
fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin
complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir
en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches
rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo,
cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.
Su elegante
aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona
con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del
conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del
vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El
tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los
límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto
y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló
una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la
servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.
La mañana se
le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde
pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y
oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría
demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse
influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en
absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los
animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un
momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda
su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no
dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.
A mediodía
estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del
portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban
carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el más
mínimo reproche. Con el corazón exultante de alegría, se entretuvo en la
búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena
pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de
su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero
provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.
Pero lo que
Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se
celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de
Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente
una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un
abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante
tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó
por acercarse cortésmente a la suya.
—Lo siento
mucho, señor —dijo aquel hombre lampiño y cabezón—, ¿pero podría hacernos el
favor de compartir su mesa con la señorita?
Denis echó una
ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
—Encantado
—dijo incorporándose a medias.
—Gracias, caballero
—gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más
exactos.
—Si usted me
lo agradece a mí —prosiguió Denis— ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se
sobreentiende.
—A la clásica
providencia, sin duda —opinó la monada.
Y a continuación
dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.
—¡Oh! —exclamó
ella—. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!
—Sí… —confirmó
Denis.
—Sus ojos son
también bastante extraños —añadió la joven al cabo de cinco minutos—. Los veo
parecidos a… a…
—¡Ah! —comentó
Denis.
—A granates
—concluyó ella.
—Es la guerra…
—musitó Denis.
—No le
entiendo…
—Quería decir
—explicó Denis—, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo
ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto
que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
—¿Estudió
usted Ciencias Políticas? —preguntó la morenita.
—Le juro que
no volveré a hacerlo.
—Le encuentro
bastante fascinante —aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo
había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.
—De buena gana
le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino —expresóse Denis,
madrigalesco.
Salieron
juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no
lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de
Plata.
—¿Por qué no
viene a ver mi colección de grabados japoneses? —acabó susurrando al oído de
Denis.
—¿Sería
prudente? —inquirió éste—. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes
no lo vería con inquietud?
—Digamos que
soy un poco huérfana —gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con
la punta de su ahusado índice.
—Una verdadera
lástima —comentó cortésmente su distinguido acompañante.
Al llegar al
hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente
distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir
notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado.
Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las
pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de
instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se
creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que
tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero
la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento
retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con
el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista.
Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos,
satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba
haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco
experimentado en ese terreno del bueno de Denis.
Apenas si
comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto
hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y
pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su
compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con
diligencia el bolsillo interior de su americana.
—¿Desea una
foto mía? —dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.
Se sintió
halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante
sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan
aventurada suposición.
—Esto… eh… sí,
querido mío —acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba
o no tomando la cabellera.
Denis volvió a
fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.
—¡Así que es
usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del
señor Mauriac! —explotó finalmente—. ¡Una prostituta, por decirlo de algún
modo!
Se disponía
ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo
montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados
por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del
lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados
exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes
centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la
sumieron en muy curiosa confusión.
—¡Haga el
favor de cubrirse y de largarse en el acto! —sugirió Denis.
Y para
aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta
entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas,
a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada,
la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un
reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a
reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
—Debe ser el
sabor de la venganza —aventuró en voz alta.
Volvió a poner
donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y
salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera
maravillosa.
No había
caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un
poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y
zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.
—¿Podemos
hablar con usted? —dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado
bigotillo.
—¿De qué? —se
asombró Denis.
—No te hagas
el tonto —profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.
—Entremos ahí…
—propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno de
curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía
interesante.
—¿Saben jugar
al bridge? —pregunto a sus acompañantes.
—Pronto vas a
necesitar uno[4] —sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía
irritado.
—Querido amigo
—dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento—, acaba usted de
comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.
Denis comenzó
a reír a mandíbula batiente.
—¡Le hace
gracia al muy rufián! —observó el colorado—. Ya veréis como dentro de poco le
hace menos.
—Da la
casualidad —prosiguió el flaco— de que los intereses de esa muchacha son
también los nuestros.
Denis
comprendió de repente.
—Ahora entiendo
—dijo—. Ustedes son sus chulos.
Los tres se
levantaron como movidos por un resorte.
—¡No nos
busques las vueltas! —amenazó el más grueso.
Denis los
contemplaba.
—Noto que voy
a encolerizarme —dijo finalmente con mucha calma—. Será la primera vez en mi
vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres
individuos parecían desorientados.
—¡Arreglado
vas si piensas que nos asustas, gilipollas! —tronó el grueso.
Al tercero no
le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de
alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca
del agresor y apretó. La cosa debió doler.
Una botella
vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.
—Te vamos a
escabechar —dijo el aceitunado.
El bar se
había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo.
Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo
de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió una
breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa
desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y
uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes
bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos
fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.
«¡Por mis
barbas», pensó, «es hora de marcharse!».
Se puso
apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma
pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó. Pagó la
cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear
incansablemente como un verdadero Coppi.
Estaba
llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.
—¿O sea que va
usted sin luces? —preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
—¿Cómo? —se
extrañó Denis—. ¿Y por qué no? Veo de sobra.
—No se llevan
para ver —explicó el agente— sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un
accidente? Entonces, ¿qué?
—¡Ah! —exclamó
Denis—. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces
de este armatoste?
—¿Se está
burlando de mí? —indagó el alguacil.
—Escuche —se
puso serio Denis—. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de
nadie.
—¿Quiere usted
que le ponga una multa? —dijo el infecto municipal.
—Es usted
pelmazo de más —replicó el lobo ciclista.
—¡De acuerdo!
—sentenció el innoble bellaco—. Pues ahí va…
Y sacando la
libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.
—¿Su nombre,
por favor? —preguntó volviendo a levantarla.
Después, sopló
con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya,
alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del
repecho.
En el
mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más
que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un
abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que
costea Montretout —fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado
al antes nombrado santo— y giró después a la izquierda, en dirección hacia el
Pont Noir y Ville-d’Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al
Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitación a sus espaldas. Forzó la marcha
y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A
lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la
medianoche.
Desde la
primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más
trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando
paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando,
montado sobre su rayo mecánico, por entre la gravilla del camino de tierra.
Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas.
Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de
estabilidad.
Felizmente
para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto
del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída
bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el
treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.
Apenas
recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis
consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras
de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto
evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira
vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la
Madeleine —uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los
verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana—, le
parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte
la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa
transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de
sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de
inquietarlo.