V
Todo está bien cuando eres niño hasta que creces. Despertar, desayunar,
jugar, almorzar, jugar, cenar y dormir eran nuestros días comunes. Pero cuando
creces te empiezan a cambiar las cosas. Una de ellas es las tareas, simples
pero trascendentes. Es el primer peldaño para incluirte en la vida social.
Empieza con ordenarte que hagas algo simple como hacer tu cama, bañarte
y lavarte y ordenes negativas como no ensucies y no desordenes. Esas pequeñas
ordenes pasaron a ser muchísimas otras que internalizábamos y que llegaron a transformarse
en las reglas cívicas, morales y éticas que cumpliríamos hasta el fin de
nuestros días. Para nosotros era una molestia, sencilla, pero molestia al fin,
como cuando quieren domar a un caballo salvaje y le ponen las primeras riendas
o cabalgadura; éramos naturalmente reacios a las imposiciones. Otra implicancia
de estas reglas insertadas en nuestro cerebro es que van conformando nuestra
mentalidad y empezamos a pensar y actuar de acuerdo a esa mentalidad. Y así
aprendemos lo que es ser negros o serranos, pobres o ricos, feos o bonitos. Ese
aprendizaje era indoloro porque se asimilaba este conocimiento con naturalidad.
Solo dolía cuando te lo achacaban a ti despectivamente.
En contraste, lo que desconocen totalmente los adultos, el mundo de los
mayores, lo que no nos pueden enseñar, es lo que ya sabemos de su mundo y de
ellos. Y es porque los niños venimos con la inteligencia y comprensión de lo
que pasa a nuestro alrededor, aun cuando no lo podamos o no sepamos expresarlo.
Todo es claro y confuso a la vez, porque entendemos lo que sucede, aunque no
comprendemos porque está sucediendo eso. Es que venimos de otra vida, de otras
circunstancias y al llegar a ésta, pronto
debemos de asimilar una realidad distinta. Tan confuso es que hasta no
reconocemos a nuestro padre y madre como tales. Nos habituamos rápidamente a
aceptarlos como nuestros padres por afinidad y necesidad. Leemos corazones y esa
lectura la reflejamos en nuestros rostros.
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