El mundo era
extraño, se podía percibir, se podía oler, sentir y ver. Así de claro yo, de niño, era capaz de ver a
los sintientes obrando forzadamente en él, dolientemente, frustradamente. Yo me
daba cuenta. ¿No se daban cuenta los mayores? Solo necesitaban mirarse en el
espejo y ver las máscaras que se ponían cada día, de sinceridad, honestidad,
sensibilidad. Llevaban la vida de carrera de galgos, rompiéndose la pata y la
vida para existir.
Intuí que no era
conveniente que los adultos supieran que yo sabía lo que ellos no. Yo poseía
unos ojos auscultadores, interrogativos, pero más que todo observadores. Ya
tempranamente delataron mi inteligencia.
- ¿No le ves los ojos? –Escuché a mi
padre increparle a mi mama sobre mí.
Entonces no me
esforzaba en parecer listo. Por eso me conducía modestamente en la casa y en la
escuela. Pero frente a los otros niños no tenía por qué. Para ellos yo me
portaba “mal”, decía o hacia cosas que no se debía. Hasta los más grandes que
yo se extrañaban que usara palabras que ni siquiera ellos conocían, como cuando
use la palabra “lacónico” cuando tenía seis años. Los chicos de doce me miraban
como “bicho raro”.
Algunas veces me
ganaba los sentimientos y me exponía a que yo mismo me incriminara.
Una vez mi mamá
conversaba con su hermana mayor quien le contaba que había soñado que tenía
unos mellizos. No perdí ese momento de hacerme notar.
- Mamá, ¿Por qué no sueñas también con
tener mellizos?
- ¡Cállate, chico malcriado! – grito mi
tía.
Hasta allí llegó mi osadía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario