miércoles, 4 de junio de 2025

Chullo: Los wancas


Los wancas

Los violines andinos gimen, dulcemente; sus acongojadas y agudas notas vuelan al cielo, en cascadas, armoniosas, que se vuelven aves que se posan y revolotean en la copa de los árboles. Sus trinos ondean en el aire, descienden y se esparcen en el cielo. Ese el claro indicio que estamos frente al local de San Jerónimo de Tunan.

Dentro, la tierra aplanada y dura se ha hecho como cemento y tiembla bajo nuestros pies... al ritmo constante, de los bajos del arpa cuyos túm-tum-túm-tum resuenan como sordos y graves tambores indígenas.

Estoy parado al costado de la cancha y Chullo chilla

-¿Y a qué hora tocamos?

Su risa de vizcacha hace juego con su cara prieta de “huaco retrato”, pero detrás de sus lentes de carey, gruesos y negros, de lunas verdes, su ojo izquierdo de vidrio, ojo de pez, enrumbaba para cualquier lado, ¡qué chistoso!  Su cabellera es un escobillón de pelo duro y grueso de crin de caballo indómito.

-Tenemos que esperar a Chara- le dije

Estábamos Charango, Palomino, Chullo, Manuelcha, Elisa, Norka y yo. A nuestra derecha nos daba sombra una pared de cajas de cerveza, ¿trescientas? ¿Cuatrocientas cajas? Eran las doce y ya la gente, sentada, desde los cuatro costados del canchón, empezaba a tomar.

Lucho Gutiérrez nos vio y apurado vino hacia nosotros, agitado. Vestía un terno plomo a rayas al que le hacía falta más cuerpo para llenarlo, por eso le decían “alma calata”.

-¡Hola hermanito! Gracias por haber venido- dijo Luis.

-No te preocupes. Aquí he venido con mis amigos.

-Que bien hermanito. Ahorita les traigo una cajita para que se refresquen.

-Si porque ya me estoy asando- exclamo Palomino.

Luis era un mayordomo de la fiesta. A punta de trabajar y ahorrar un año había podido contratar a la orquesta y con las justas, poner cien cajas de cerveza. Así que nuestra participación en la fiesta era “ad-honorem”. Pero el huancaíno se portaba bien. (De allí nos llevó a su casa en Comas y seguimos tomando y comiendo...)

-Oye Chullo, ayer te vi tocando en el micro que va por Wilson. Te pase la voz y ni bola me diste-hablo Palomino

-Disculpa hermanito, estaría distraído, no fue mi intención menospreciarte- Dijo Chullo mientras le apretaba el hombro.

-Y eso que te iba a comprar un cancionero- replico Palomino en son de sorna

-No te preocupes hermanito, aquí tengo uno si quieres. Y Chullo lo miro de reojo, con cachita, mientras buscaba el cancionero.

-¡No, no, no, está bien!- refuto Palomino azorado- riéndose todos.

Arriba, el sol de las doce no daba tregua. Parecía que se había acercado más a la tierra. La orquesta típica del centro empezó a tocar mulizas y las parejas a salían a bailar.  Los cholos llevaban “ternos de fuerza”, avejentados de años. No les cerraba los sacos, ya casi no podían levantar los brazos y la corbata les ahorcaba del cuello. Se les veían incomodos. Con rostros adustos, los cholos guiaban en el baile a sus parejas, mujeres de anchas caderas y recias espaldas con blusas de encajes, faldas largas y zapatos negros de tacones anchos.  Y arriba, el sol de las doce, no daba sombra.

La música huancaína se mezclaba con el olor y el humo azulino que brotaba de las pachamancas y parrilladas que se cocían al otro lado del canchón ¡qué buena combinación! Y la seguidilla de huaylas no tenían fin, duraban horas. La orquesta empalmaba los huaylas con pasacalles y toriles. En esta mini-maratón, las parejas entraban al ruedo a bailar y se mantenían o salían, de acuerdo a su resistencia, empeño y entusiasmo.

En las orquestas típicas del centro, los saxos son los que más se lucen. Su color áureo encandila y sus ocho llaves, como yemas metálicas fundidas a los dedos del ejecutante, abren una policromía de sonidos con ribetes de quejidos grávidos y agudos, como una queja vívida y doliente, seria y sufriente, reclamo y resignación al mismo tiempo, como es el espíritu del hombre huancaíno. Su sonido remeda el canto de las cornetas indígenas hechas de caña. Su timbre agudo-grave ayuda al ejecutante a reproducir el llanto lastimero y la queja queda.

A los músicos se les atiende muy bien, nunca les faltaba cerveza, así como se les trata así mismo tocan. Un saxofonista alto y con bigote, gordo y con barriga, inflando los cachetes tocaba parado, en trance, con los ojos cerrados, extasiado, sudando a mares. Al lado suyo, un poco más atrás, un niño de, quizás cuatro años, imitaba el estilo de tocar de su padre con un saxofón amarillo de plástico. Su madre, más atrás, atenta, sonreía complacida, y con las palmas, alentaba la actuación de su hijito.

Las horas pasan y ya eran las tres. Nos habíamos bebido tres cajas y media. Y ya hablábamos todos al mismo tiempo, con la lengua acolchonada mientras nos pasábamos las botellas. Alrededor, la gente comía, otros bailaban, otros bebían, otros bailaban mientras bebían. El olor de la pachamanca aderezado con ajos nos llegaba potente a la nariz y nos picaba; la fragancia de la pimienta, el comino harto y el huacatay molido a batan limpio se mezclaba con el aroma de la cebada y nos envolvía con su humo azulino dando forma a un incienso humano de cuerpos, almas, música, comida y sudor y alegría y risas. Lucho nos abrazaba, tambaleándose, y juntos y abrazados todos hablábamos, ¡hermanito! mientras nos dábamos cabezazos unos a otros.

Hasta que de repente se escuchó la melodía del “Yo soy huancayno” y Lucho al instante comenzó a cantarla al estilo “Picaflor de los Andes”, nasal, tensando las cuerdas vocales, constriñendo la garganta, hinchando las venas, pero a la vez cantando con un canto claro, quejumbroso, orgulloso y valiente, todos le hicimos coro, “conózcanme bien, amigos míos” Si era una fiesta huancayna, donde toda la pujanza, laboriosidad y alegría de una raza se translucía. Solo te basta recorrer el valle del Mantaro, con sus innumerables pueblos, cada cual con sus propias costumbres e idiosincrasia. Tanta diferencia hay que pueden distinguirse en la forma y el estilo de llevar el sombrero. Es verdad que tienen el estigma de haber colaborado con los españoles en la conquista. Pero se entiende cómo deben de haber presionado los jefes curacas para, tras la colaboración, obtener privilegios. No se debe de esperar eso del común runa. Y allí estábamos, en la fiesta de San Jerónimo de Tunan, como hace ciento de años, con la misma gente y el mismo espíritu.

Nos retiramos como a las diez, y nos fuimos a la casa de Luis. Allí estuvimos como hasta las dos de la mañana junto con su esposa canteña. Bien parece que lo aceptaron dentro del círculo canteño más que todo porque era huancaíno, aunque pobre. Los padres de Leonor eran ganaderos y tenían tierras en las partes altas. Al final, Chara del Cuzco, Chullo de Arequipa, Palomino de Ayacucho y yo terminamos cantando “somos huancaínos por algo” …

                                   
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