Los wancas
Los violines
andinos gimen, dulcemente; sus acongojadas y agudas notas vuelan al cielo, en
cascadas, armoniosas, que se vuelven aves que se posan y revolotean en la copa
de los árboles. Sus trinos ondean en el aire, descienden y se esparcen en el
cielo. Ese el claro indicio que estamos frente al local de San Jerónimo de
Tunan.
Dentro, la tierra
aplanada y dura se ha hecho como cemento y tiembla bajo nuestros pies... al
ritmo constante, de los bajos del arpa cuyos túm-tum-túm-tum resuenan como
sordos y graves tambores indígenas.
Estoy parado al
costado de la cancha y Chullo chilla
-¿Y a qué hora
tocamos?
Su risa de vizcacha
hace juego con su cara prieta de “huaco retrato”, pero detrás de sus lentes de
carey, gruesos y negros, de lunas verdes, su ojo izquierdo de vidrio, ojo de
pez, enrumbaba para cualquier lado, ¡qué chistoso! Su cabellera es un escobillón de pelo duro y
grueso de crin de caballo indómito.
-Tenemos que
esperar a Chara- le dije
Estábamos Charango,
Palomino, Chullo, Manuelcha, Elisa, Norka y yo. A nuestra derecha nos daba
sombra una pared de cajas de cerveza, ¿trescientas? ¿Cuatrocientas cajas? Eran
las doce y ya la gente, sentada, desde los cuatro costados del canchón,
empezaba a tomar.
Lucho Gutiérrez nos
vio y apurado vino hacia nosotros, agitado. Vestía un terno plomo a rayas al
que le hacía falta más cuerpo para llenarlo, por eso le decían “alma calata”.
-¡Hola hermanito!
Gracias por haber venido- dijo Luis.
-No te preocupes.
Aquí he venido con mis amigos.
-Que bien
hermanito. Ahorita les traigo una cajita para que se refresquen.
-Si porque ya me
estoy asando- exclamo Palomino.
Luis era un
mayordomo de la fiesta. A punta de trabajar y ahorrar un año había podido
contratar a la orquesta y con las justas, poner cien cajas de cerveza. Así que
nuestra participación en la fiesta era “ad-honorem”. Pero el huancaíno se
portaba bien. (De allí nos llevó a su casa en Comas y seguimos tomando y
comiendo...)
-Oye Chullo, ayer
te vi tocando en el micro que va por Wilson. Te pase la voz y ni bola me
diste-hablo Palomino
-Disculpa
hermanito, estaría distraído, no fue mi intención menospreciarte- Dijo Chullo
mientras le apretaba el hombro.
-Y eso que te iba a
comprar un cancionero- replico Palomino en son de sorna
-No te preocupes
hermanito, aquí tengo uno si quieres. Y Chullo lo miro de reojo, con cachita,
mientras buscaba el cancionero.
-¡No, no, no, está
bien!- refuto Palomino azorado- riéndose todos.
Arriba, el sol de
las doce no daba tregua. Parecía que se había acercado más a la tierra. La
orquesta típica del centro empezó a tocar mulizas y las parejas a salían a
bailar. Los cholos llevaban “ternos de
fuerza”, avejentados de años. No les cerraba los sacos, ya casi no podían
levantar los brazos y la corbata les ahorcaba del cuello. Se les veían
incomodos. Con rostros adustos, los cholos guiaban en el baile a sus parejas,
mujeres de anchas caderas y recias espaldas con blusas de encajes, faldas
largas y zapatos negros de tacones anchos.
Y arriba, el sol de las doce, no daba sombra.
La música huancaína
se mezclaba con el olor y el humo azulino que brotaba de las pachamancas y
parrilladas que se cocían al otro lado del canchón ¡qué buena combinación! Y la seguidilla de huaylas no
tenían fin, duraban horas. La orquesta empalmaba los huaylas con pasacalles y
toriles. En esta mini-maratón, las parejas entraban al ruedo a bailar y se
mantenían o salían, de acuerdo a su resistencia, empeño y entusiasmo.
En las orquestas
típicas del centro, los saxos son los que más se lucen. Su color áureo
encandila y sus ocho llaves, como yemas metálicas fundidas a los dedos del
ejecutante, abren una policromía de sonidos con ribetes de quejidos grávidos y
agudos, como una queja vívida y doliente, seria y sufriente, reclamo y
resignación al mismo tiempo, como es el espíritu del hombre huancaíno. Su
sonido remeda el canto de las cornetas indígenas hechas de caña. Su timbre
agudo-grave ayuda al ejecutante a reproducir el llanto lastimero y la queja
queda.
A los músicos se
les atiende muy bien, nunca les faltaba cerveza, así como se les trata así
mismo tocan. Un saxofonista alto y con bigote, gordo y con barriga, inflando
los cachetes tocaba parado, en trance, con los ojos cerrados, extasiado,
sudando a mares. Al lado suyo, un poco más atrás, un niño de, quizás cuatro
años, imitaba el estilo de tocar de su padre con un saxofón amarillo de
plástico. Su madre, más atrás, atenta, sonreía complacida, y con las palmas,
alentaba la actuación de su hijito.
Las horas pasan y
ya eran las tres. Nos habíamos bebido tres cajas y media. Y ya hablábamos todos
al mismo tiempo, con la lengua acolchonada mientras nos pasábamos las botellas.
Alrededor, la gente comía, otros bailaban, otros bebían, otros bailaban
mientras bebían. El olor de la pachamanca aderezado con ajos nos llegaba
potente a la nariz y nos picaba; la fragancia de la pimienta, el comino harto y
el huacatay molido a batan limpio se mezclaba con el aroma de la cebada y nos
envolvía con su humo azulino dando forma a un incienso humano de cuerpos,
almas, música, comida y sudor y alegría y risas. Lucho nos abrazaba,
tambaleándose, y juntos y abrazados todos hablábamos, ¡hermanito! mientras nos
dábamos cabezazos unos a otros.
Hasta que de
repente se escuchó la melodía del “Yo soy huancayno” y Lucho al instante
comenzó a cantarla al estilo “Picaflor de los Andes”, nasal, tensando las
cuerdas vocales, constriñendo la garganta, hinchando las venas, pero a la vez
cantando con un canto claro, quejumbroso, orgulloso y valiente, todos le
hicimos coro, “conózcanme bien, amigos míos” Si era una fiesta huancayna, donde
toda la pujanza, laboriosidad y alegría de una raza se translucía. Solo te
basta recorrer el valle del Mantaro, con sus innumerables pueblos, cada cual
con sus propias costumbres e idiosincrasia. Tanta diferencia hay que pueden
distinguirse en la forma y el estilo de llevar el sombrero. Es verdad que
tienen el estigma de haber colaborado con los españoles en la conquista. Pero
se entiende cómo deben de haber presionado los jefes curacas para, tras la
colaboración, obtener privilegios. No se debe de esperar eso del común runa. Y
allí estábamos, en la fiesta de San Jerónimo de Tunan, como hace ciento de
años, con la misma gente y el mismo espíritu.
Nos retiramos como
a las diez, y nos fuimos a la casa de Luis. Allí estuvimos como hasta las dos
de la mañana junto con su esposa canteña. Bien parece que lo aceptaron dentro
del círculo canteño más que todo porque era huancaíno, aunque pobre. Los padres
de Leonor eran ganaderos y tenían tierras en las partes altas. Al final, Chara
del Cuzco, Chullo de Arequipa, Palomino de Ayacucho y yo terminamos cantando
“somos huancaínos por algo” …
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