lunes, 30 de marzo de 2020

Sukiyaki (Ue o muite arukou) - Kyu Sakamoto |Letra traducida al español|




Sukiyaki es una canción del compositor Kyu Sakamoto que llega a ser el número uno en Japón en 1961, donde era conocida como “Ue O Muite Aruko”que traducido al español significaría “Miro hacia arriba mientras camino”. La canción permaneció desconocida hasta que en 1962 un ejecutivo de una compañía de discos inglesa, de viaje en Japón la escucho. La graba en forma instrumental en Inglaterra donde alcanza el puesto número 10, pero le puso como nombre “Sukiyaki”que era el nombre de un plato japonés que le agradó. Quedó así el nombre porque era más fácil de pronunciarlo. Al pasar a los Estados Unidos por un incidente fortuito fue el número uno por tres semanas.
Kyu Sakamoto tuvo un fin trágico, fue uno de los 520 pasajeros que murió en un choque de aviación que ocurrió en Japón en 1985. Tenía 43 años.
La letra en japonés trata de tristeza, nostalgia y desolación.
Koko Montana, cantante peruano, grabo una versión de Sukiyaki en español:
Nadie me vio quererte,
Nadie me vio besarte
Ninguna huella deje en tu corazón
Estás en mí, pero yo no en ti
Llevo el dolor dentro de mí
Angustia eso es amor
Ternura, aflicción
Llanto, emoción y también
Desesperación
Estás en mí, pero yo no ti
Llevo el dolor dentro de mí
No debo llorar, yo tengo que olvidar
Este gran amor que me causar pesar
Nadie me vio quererte,
Nadie me vio besarte
Yo estoy igual, pero tú,
Tú ya me olvidaste
Estás en mi, pero yo no en ti
Llevo el dolor dentro de mí


lunes, 23 de marzo de 2020

La Parada



Chullo tenía el don de la ubicuidad, solía estar siempre y convenientemente donde se le necesitaba. No había necesidad de llamarlo ni buscarlo, ni para los ensayos con el grupo, ni para las danzas con la Agrupación, ni para las actuaciones y eventos, ni almuerzos, comidas y cumpleaños. Andaba y se conocía todas las calles de Lima y sus alrededores, desde cono norte, Carabayllo, Puente Piedra, Zapallal, Santa Rosa y ventanilla. Bajando por la Tupac me contó que vio las primeras invasiones de tierras donde se cultivaba el algodón y que de la noche a la mañana se llenó de chositas de esteras con la banderitas roja y blancas de lo que sería luego Comas. Dice que vio el arco de la entrada a Lima viniendo de canta, que al lado de Acho había una cantera de cal cerca de la Avenida Abancay, que Lima llegaba por el oeste hasta Javier Prado y que todo Corpac, San Borja, Ate, San Luis Vitarte eran chacras. Cuenta que Surco de Surco eran viniedos, que San Juan de Dios era un arenal igual que Villa el Salvador y que una vez unos paisanos suyos lo llevaron a tocar a Atocongo que era como un viaje interprovincial. Me imagine que para conocer todo eso Chullo tendría que tener el doble de mi edad, sino mas.
Ese sentido de ubicación de Chullo nos sirvió una vez que regresamos de una actuación en Barranco y sin querer y conversando nos quedamos hasta las una y media de la mañana. Para regresar a Lima caminamos hasta la Avenida República de Panamá, donde tomamos unos colectivos pero eran un servicio que nos llevaban solo hasta La Parada.
Llegamos como a las cuatro. A esa hora, La Parada era un hervidero de personas. La Avenida Aviación era una batahola de gente, ruido, carros, camiones y entre ellas, la oscuridad. Por todas las pistas y la berma central estaban lleno de personas que traían y llevaban bultos. Eran los cargadores que con sus carretillas de dos ruedas de caucho rodaban por el suelo negro, irregular y espeso de barro y suciedad que como brea cubría lo que una vez fue asfalto. Los camiones y los taxis estaban estacionados en cualquier lado, en doble fila, a los dos lados de la pista, atravesados, o estacionados en las mismas esquinas, porque era lo que importaba a esa hora, cargando las mercaderías. La mayoría eran camiones de baranda de madera, con el chasis y muelles vencidos por el exceso de peso y el poco o nulo mantenimiento. Había taxis y colectivos, pero estos pugnaban por parecerse camioncitos. Casi toda la carrocería de los colectivos, autos de la época de “Eliot Ness”, estaban cubierta de sacos, cajas y paquetes que no sabías donde empezaba y donde terminaba el carro. En el parachoques llevaban los sacos de papas, camotes o cualquier otro tubérculo; en cada guardafangos posterior igual, más sacos. Arriba iban las cajas de frutas y verduras y sobre los parachoques delanteros más sacos a parte de los que iban encima del capo. Y adentro viajaban los pequeños comerciantes que llevaban los productos a los mercados vecinales de fuera de la ciudad. Entre todo esto se escurrían vendedores de cigarrillos, de máquinas de afeitar, chicles y caramelos, peines y cepillos. Abundaban vendedores de huevos cocidos que ofrecían con sal y ají, los que vendían habas, emoliente y los clásicos triciclos que servían chocolate caliente que era un hervido de agua con un poco de cocoa, todo ralo y transparente que se disimulaba en la noche. Esto se podía acompañar con un pan con huevo frito o con un pan con bistec que se salía del pan, pero que sospechaba que estaba hecho de cartón y mezclado con un poco de carne chancada. Pero todo ese enjambre de mercadería era abastecido por ciento de camiones que traían los productos desde la sierra, de la selva y de la costa del Perú. Camiones llenos de papa de Huancayo y del valle de Junín, camote de Ica y Cañete, hortalizas de Huaraz y Huacho, mango y limones de Piura y Chiclayo, cebolla y ajo de Arequipa. Todos esos productos emanaban su olor que juntos conformaban una fragancia vitalizante. Se podía oler la papa, el camote y la yuca y el poro y la betarraga ¡clarísimo! Pero no tan fuerte como el culantro y el rey de los olores, el más fuerte y penetrante, el ajo. Y eso nos abrió el apetito. Por eso cuando Chullo dijo:
- ¿Un caldo de gallina? Nos parecido una brillante idea.
A los lados de la Avenida Aviación en la calles adyacentes habían restaurantes y cantinas, establecimientos legalmente establecidos que vendían licor y comida. Allí se apretujaban los chóferes de los camiones que traían las mercaderías y los grandes comerciantes que compraban y vendían la mercadería. Hablaban y discutían mientras ordenaban cerveza entre la música de las vitrolas. La mayoría eran gordos, con brazos y cara regordetas y con facciones de ser serranos y cholos. Todo parecía como si fuera una ciudad en negativo, todo estaba abierto y funcionando. Había hasta farmacias y boticas abiertas a las cuatro de la madrugada y el puesto de la policía dentro del mercado lucia más atareado que de día. Hasta los prostíbulos al final de la Avenida 28 de julio trabajaban a cien por hora. Las luces rojizas que alumbraban los cuartos del lupanar se escapaban por las ventanas y se distinguían  a cuadras de distancias atrayendo como un panal de rica miel. El entrar y salir constante de sombras era intermitente.
Pero Chullo nos llevó a donde estaban las vendedoras de caldo de gallina, en la esquina de Humbolt y Aviación. Había allí una fila de puestos que consistían en varias mesas con bancas a los costados, una cocina para los ollones al fondo y una mesa de trabajo donde degollaban y descuartizaban a las gallinas. Se acercó a una señora que servía caldo a otros parroquianos. Chullo le habló en quechua y sonrieron. Luego de un rato Chullo nos dijo:
-Siéntense, la mamacha nos va a servir el mejor caldo de gallina y si nos queda chico nos va a dar su yapa.
Y nos sentamos entre la oscuridad y la luz que emitían los lamparines de kerosene, las llamas que daban los fogones; las luces encendidas de los faros de los autos estacionados y la mortecina y amarillenta luz de un solitario foco del poste de la esquina. Toda esa barahúnda era demasiado para el pobre foco. Y así, entre el olor de plumas de gallinas recién peladas, del olor de la sangre saliendo de los pescuezos rotos, de sacos de yutes envejecidos, el olor que hedía de la costra negra que cubría las pistas y veredas y el sudor ácido que emitían los cuerpos de los cargadores en bividi, tomamos el caldo de gallina más rico, tonificante y sabroso del mundo.



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jueves, 19 de marzo de 2020

Aquí todos los limeñitos lloran




Estábamos yendo a Pucallpa, a la selva central. Nos habían invitado a su cumpleaños el director del Centro de investigación agropecuaria. Viajábamos en un ómnibus interprovincial los integrantes del grupo folclórico, de los “tocachines”. A mi lado estaba Chullo, adelante Davis “el colorado” y “Charango”. Al frente tenía a Héctor y a su lado a Norka. Era de noche, todo estaba oscuro y se sentía como el camino zarandea al ómnibus. Hilos de agua corren por el pasillo. Mis botas de montañista me protegen de mojarme los pies. Cruzo los brazos para abrigarme, pero tengo frio. Y empiezo a tiritar.
- Que pasa hermanito? Me pregunta Chullo.
- Tengo frio. ¿Dónde estamos?
- ¡En Cerro de Pasco, aquí todos los limeñitos lloran! ¿Lo ves? Y rio como siempre, con su risa de vizcacha.
Empecé a sentirme calenturado, el ómnibus seguía bamboleándose como un bote a punto de naufragar. El agua seguía entrando y empezaba a hacerse charcos. No iba a llorar, pero, ¡qué mal me sentía! Me encogí en mi asiento mientras buscaba en mi casaca sin cuello donde meter mi garganta. Me abracé más fuerte.
- ¿Qué te pasa hermanito? ¿Tas bien?
- Me siento mal Chullo. Creo que ya me dio la fiebre. Se desenredo su chalina del cuello y me la dio,
- Abrígate con esto hermanito.
Y extendí el brazo y abrí mi mano como se recibe una limosna. Chirriando los dientes le dije
- ¡Gracias Chullito!
Vi su sonrisa petrificada y recordé el huaco retrato de la cultura Mochica. Chullo tenía una sonrisa delineada, esculpida en arcilla. Pero en ese instante me di cuenta que su sonrisa, era una sonrisa para él. ¡Si! Chullo sonreía para sí mismo y nosotros teníamos la gracia de experimentarla. Chullo no nos regalaba una sonrisa, no nos daba su sonrisa, la compartía.
¡Que Chullo!

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