De entre todos los poemas, de las canciones, que
llenaron de esperanza y reivindicación los sesenta, Te recuerdo, Amanda es
quizá una de las más vigentes. El tiempo, que en las últimas décadas parece
haber acelerado hasta lo inconcebible el ritmo de los cambios que nos impone,
relega al olvido sin compasión muchas de estas piezas musicales y rescata, sin
embargo, otras, atendiendo a unos criterios tan complejos como evidentes: el
carácter sólido del vínculo entre la obra y el hombre que hoy la recibe o la intensidad
con que este puede, todavía, sentirse evocado en la letra de una canción (sus
pálpitos son tus pálpitos, todavía). Y ese vínculo resulta incuestionable en el
caso de este poemita con música del cantautor chileno. Más allá del alegato
social, por encima de las reivindicaciones políticas, esta canción posee la
belleza que nace de toda aproximación estética a una verdad humana. La verdad
del amor como experiencia salvadora y milagrosa —como una flor en el desierto—
aparece reflejada en esta canción, pese a mostrarse, en principio, tan sólo
como un telón de fondo que arropa la historia trágica de esta pareja de
proletarios pobres, de vida cenicienta y desenlace trágico.
La dulce voz del combativo Jara nos conduce eficazmente a esa fábrica
sucia donde diariamente se encuentran los amantes. Cinco minutos de felicidad
al día, esa es su dosis. No asistimos al encuentro, no hace falta. Sólo
percibimos los efectos del amor sobre ella, capaz de contagiar su dicha con la
luz de su gesto. En realidad, las últimas estrofas, las que contienen el
mensaje reivindicativo, serían prescindibles, desde un punto de vista
estrictamente estético. Porque, en épocas de profunda injusticia social —casi
todas—, en momentos de bonanza, de crisis, o en pleno apogeo del hoy decrépito
estado del bienestar, para todos los amantes, la vida podrá seguir siendo
eterna en cinco minutos.
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