miércoles, 23 de noviembre de 2016

Chullo III


Chullo III

Cuando niño miraba las seriales de vaqueros en la televisión y me apenaba que los soldados mataran a los indios y me alegraba cada vez que ellos mataban a un soldado. Yo no era blanco, no tenía el pelo rubio ni los ojos azules. Y mi piel tenía el color de indios comanches o los siux. Y mataban bastantes indios en las seriales, cada disparo de rifle era un indio muerto. ¿Cómo iba a simpatizar con esas muertes? Veinte años después Chullo me contaba que sentía lo mismo que yo, cuando veía la tele allá en su pueblo de Chillca.
-Es que tu tienes alma de indio pero corazón de misti. Me describió Chullo.
-El indio es aguerrido, es bravo, colérico y vengativo.
No lo refute, entendí que sabía más de la naturaleza del indio que yo.
Estábamos ensayando algunos huaynos en la casa de Palomino en la Corporación del Agustino. Nos animamos a practicar juntos desde que un día Chullo saco su quena en el Centro Folclórico del Magisterio, Charango desenfundó su charango, Chara su quena, Elisa su mandolina, Nina su voz  y yo mi guitarra. Luego se integraría Palomino, “el director” y Manuelcha.  Nos placía reunirnos casi cada domingo a comer, conversar y tocar juntos.
Al principio era difícil ensamblar un huayno con Chullo. Palomino, quien  había estudiado música clásica y tenía formación académica, determinó que había una fracción de tiempo que Chullo se “comía” y hacia que perdiéramos el “tempo”. Muchas veces tuvimos que repetir una canción para tratar de establecer el ritmo correcto. Pero no podíamos cuadrar el tiempo de la frase. Era como si un suspiro se le escapara a Chullo, una honda respiración que tomaba su curso y alargaba la melodía fuera del tiempo regulado por el metrónomo. Cuando Chullo tocaba entraba en trance y su ojo bizco se volteaba y el ojo bueno orbitaba todo el globo ocular. No tuvimos más que aprender, los “académicos”, a tocar la música ancestral como la tocaba Chullo, con otro tiempo, no con el occidental sino con el nuestro.
Terminado el ensayo nos dirigimos a la fiesta de San Jerónimo de Tunan donde fuimos invitados. Nos bajamos en el kilómetro 26 de la Panamericana Norte. Caminando escuchamos a lo lejos unos violines que gemían dulcemente. Sus notas se transformaron en aves que revolotean y se posaban en la copa de los árboles. Era el claro indicio que estábamos frente al local de San Jerónimo de Tunan.
Ya dentro, la tierra aplanada y dura temblaba bajo nuestros pies... al ritmo constante, de los bajos del arpa cuyos túm-tum-túm-tum resuenan como sordos tambores indígenas.
Estábamos parados al costado de la cancha y Chullo chilla.
-¿Y a qué hora tocamos?
Su risa de vizcacha  hace juego con su cara prieta de “huaco retrato” pero detrás de sus gafas gruesas de carey negro, de lunas verdes, su ojo izquierdo de vidrio, ojo de pez, enrumbaba para cualquier lado. Su cabellera era un escobillón de pelo duro y grueso de crin de caballo indómito.
-Tenemos que esperar a Chara- le dije
Estábamos Charango, Palomino, Chullo, Manuelcha, Elisa y Nina. A nuestra  derecha nos daba sombra una pared de cajas de cerveza, ¿trescientas? Eran las doce y ya la gente, desde los cuatro costados del canchón empezaba a beber.
Luis Gutiérrez nos vio y apurado vino hacia nosotros, todo agitado. Vestía un terno plomo a rayas al que le hacía falta más cuerpo para llenarlo, por eso le decían “alma calata”.
-¡Hola hermanito! Gracias por haber venido- dijo Luis.
-No te preocupes. Aquí he venido con mis amigos.
-Que bien hermanito. Ahorita les traigo una cajita para que se refresquen.
-Si porque ya me estoy asando- exclamo Palomino.
Luis era un mayordomo de la fiesta. A punta de trabajar y ahorrar un año había podido contratar a la orquesta y  con las justas, poner cien cajas de cerveza. Así que nuestra participación en la fiesta era “ad-honorem”. Pero el huancaíno se portaba bien. (De allí nos llevó a su casa en Comas y seguimos tomando y comiendo...)
-Oye Chullo, ayer te vi tocando en el microbús que va por la Avenida Wilson. Te pase la voz y ni bola me diste-comentó Palomino.
Chullo solía subir a los ómnibus y microbuses donde tocaba su quena y vendía cancioneros.
-Disculpa hermanito, estaría distraído, no fue mi intención menospreciarte- Dijo Chullo mientras le apretaba el hombro.
-Y eso que te iba a comprar un cancionero- replicó Palomino en son de sorna
-No te preocupes hermanito, aquí tengo uno si quieres. Y Chullo lo miro de reojo, con sorna, mientras buscaba el cancionero.
-¡No, no, no, está bien!- refuto Palomino azorado y riéndose todos.
Arriba, el sol de la una no daba tregua. Parecía que se había acercado más a la tierra. La orquesta típica del centro empezó a tocar mulizas y las parejas salían a bailar.  Los cholos llevaban "ternos de fuerza", avejentados de años con sacos que no les cerraban. Casi  no podían levantar los brazos y la corbata les ahorcaban. Se les veían incomodos. Con rostros adustos, los cholos guiaban en el baile a sus parejas, mujeres de anchas caderas y recias espaldas con blusas de encajes, faldas largas y zapatos negros de tacones anchos.  Y arriba, el sol que seguía sin dar sombra.
La música huancaína se mezclaba con el olor y el humo azulino que brotaba de las pachamancas y parrilladas que se cocían al otro lado del canchón ¡qué buena combinación! Y la seguidilla de Huaylas, pasacalles y toriles no tenían fin. En las orquestas típicas del centro, los saxos son los que más se lucen. Su color áureo encandila y sus 22 llaves, como yemas metálicas fundidas a los dedos del ejecutante, abren una policromía de sonidos con ribetes de quejidos grávidos y agudos, como una queja vívida y doliente, seria y sufriente, resignación y reclamo al mismo tiempo, como es el espíritu del hombre huancaíno. Su sonido imita el canto de las cornetas indígenas hechas de caña.
A los músicos se les debe de atender bien y nunca les debe de faltar cerveza. Así como se les trata así mismo tocan. Un saxofonista alto y con bigote, gordo y con barriga, inflando los cachetes tocaba parado, en trance, con los ojos cerrados, extasiado, sudando a mares. Al lado suyo, un poco más atrás, un niño de, quizás cuatro años, imitaba el estilo de tocar de su padre con un saxofón amarillo de plástico. Su madre, más atrás, atenta, sonreía complacida, y con las palmas, alentaba la actuación de su hijito.
Las horas pasaban y ya eran las cuatro de la tarde. Nos habíamos bebido  cuatro cajas y media. Y ya hablábamos todos al mismo tiempo, con la lengua acolchonada mientras nos pasábamos las botellas. Alrededor, la gente comía, otros bailaban, otros bebían, otros bailaban mientras bebían. El olor de la pachamanca aderezado con ajos nos llegaba potente a la nariz y nos picaba; la fragancia de la pimienta, el comino harto y el huacatay molido a batan limpio se mezclaba con el aroma de la cebada y nos envolvía con su humo azulino dando forma a un incienso humano de cuerpos, almas, música, comida, sudor, alegría y risas. Lucho nos abrazaba, tambaleándose, y juntos y abrazados todos hablábamos, ¡hermanito! mientras nos dábamos cabezazos unos a otros.
Hasta que de repente se escuchó la melodía del “Yo soy huancayno” y Lucho al instante comenzó a cantarla al estilo “Picaflor de los Andes”, nasal, tensando las cuerdas vocales, constriñendo la garganta, hinchando las venas, pero a la vez cantando claro, quejumbroso, orgulloso y valiente. Todos le hicimos coro, “conózcanme bien, amigos míos” Si era una fiesta huancayna, donde toda la pujanza, laboriosidad y alegría de una raza se translucía. Solo te basta recorrer el valle del Mantaro, con sus innumerable pueblos, cada cual con sus propias costumbres e idiosincrasia. Tanta diferencia hay que puede distinguirse en la forma y el estilo de llevar el sombrero. Y allí estábamos, en la fiesta de San Jerónimo de Tunan, como hace ciento de años, con la misma gente y el mismo espíritu.
Nos retiramos como a las diez, y nos fuimos a la casa de Luis. Allí estuvimos como hasta las cuatro de la mañana junto con su esposa canteña. Bien parece que lo aceptaron dentro del circulo canteño mas que todo porque era huancaíno, aunque pobre. Los padres de Leonor eran ganaderos y tenían tierras en las partes altas. Al final, Chara del Cuzco, Chullo de Arequipa, Palomino de Ayacucho y yo terminamos cantando “somos huancaínos por algo”…

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