Edgar Bueno me invitó al “Brisas de Titicaca” un
sábado y aproveché para llevar a Claudia, una linda limeñita que había conocido
hacia poco. El Brisas era el local folclórico más importante que había en Lima
y uno de los más auténticos. Llegamos al Jiron Walkuski donde Edgar nos
esperaba. Nos condujo a una mesa cerca del tabladillo donde estaba su esposa
Lupe.
-¡Han agrandado el local! – Le dije. Yo no había visitado
el Brisas por casi una década.
-¡Sí! Hasta tenemos mezanine para los invitados
especiales y los turistas que vienen de otros países.
-Y la pista de baile, la han elevado del suelo. Esto
le da una vista más panorámica. De verdad ha quedado estupendo. No tiene nada
que envidiar a un teatro.
-Tenemos aire acondicionado en todo el local
¿Recuerdas los tiempos de los apagones?
-¡Claro! He estado aquí cuando casi todo Lima estaba a
oscuras.
-Siempre teníamos luz. Todo alrededor del “Brisas”
estaba a oscuras pero nuestro presidente, que trabajaba en el directorio de las
Empresas Eléctricas, aseguraba que nunca nos faltara electricidad en todo ese
tiempo.
Realmente el Brisas había dado un gran cambio. Antes
el ambiente era rústico y modesto y tenía
un espacio más reducido y con poca iluminación. Además no contaba con el
segundo piso con que cuenta ahora. Su aspecto es actualmente muy diferente. Es más
moderno, luce renovado, bien iluminado, con ambientes y servicios atractivos.
Edgar era profesor de danzas del altiplano y miembro
vitalicio de la institución. Dominaba todas las danzas desde las más
tradicionales como el “Auqui Auqui” hasta las más amestizadas como “la pandilla
puneña”. Fue mi profesor en la Escuela Nacional de Folklore José María
Arguedas. Yo ya había saboreado la riqueza de la música puneña cuando tocaba en
un grupo folclórico de Sol de Oro, principalmente los temas de Teodoro Valcárcel.
Para mí era la música clásica del folklore peruano por su riqueza melódica y armónica.
Claro, música con fuerte influencia occidental pero que conservaba la esencia
de la música del altiplano. Eso era innegable.
-Edgar, te voy a decir algo.
-¿Qué manito?
-Tú eres y siempre serás Bueno.
Y se echaba a carcajear y me abrazaba. Y eso sin
tomar. Porque era así, dulce, demostrativo y amistoso. Pero algo que era malo
para Bueno era su carácter nervioso, ansioso y extremadamente sentimental. Pero
no podía dejar de ser así.
-¿Y sabes qué?
-Dime manito.
-Todos tenemos algo de ti.
-¿Cómo así?
-¡Todos tenemos algo de Bueno pues Edgitar!
Y otra vez se echaba a reír mostrándome su amplia
dentadura con dientes de choclo.
Estábamos refrescándonos en ese invierno limeño con
cerveza helada. ¡Qué contradicción! Pero es verdad, la cerveza si no está
helada, no pasa. En eso, la estudiantina del Brisas comenzó a tocar “Flor de
Sancayo” Las mandolinas empezaron trinar y junto con el acordeón componían la
melodía; otras hacían la tercera; los bordones de los bajos de la guitarra se
les acoplaba por un rato para separase y bajar cadenciosamente a una quinta y
octava intercaladas. En el fondo se escuchaba el “mariposear” sincopado del
charango. De pronto, todos los instrumentos callaban... y las cuerdas gruesas
de los bajos elevaban su tierno y grave quejido que era contestado a coro por
todos los demás instrumentos. Alli nomás apareciéron las voces entonando la canción,
“Qala chuymani imilla wawa, San Juan juyphiru purkasja …”. ¡Que melodía tan
magistral! basta solo escuchar unos cuantos compases para que las fibras del corazón
empiecen a vibrar junto a ella. Y todo nuestro ser se llene de euforia. Música única
y singular que solo pudo ser creado por el hombre del altiplano, en su ambiente
excepcional.
Pues nos levantó
la música de nuestros asientos y salimos a bailar. Mientras Edgar sacó a Lupe yo
tuve que arrastrar a Claudia a la pista,...
-No se bailar
-Solo deja que yo te lleve.
-No sé cómo se baila.
- Solo sígueme...
Y empezamos con el “cojeo puneño”, elegante y varonil
en el cholo, grácil y femenino en la chola. Era un cojeadito que requería
mantener el cuerpo erguido y, al andar, hacerlo con movimientos medidos y
proporcionados, en armonía con el cojeo, que es lo que le daba el efecto de
acento a la danza.
Sonreímos,
mientras ritualmente, reproducíamos los pasos de enamoramiento de parejas.
Porque es un baile de pareja, el galanteo está presente, pero es sobrio y
respetuoso pero también es plástico y sensual.
Nos miramos,
y espontáneamente Claudia empezó sutilmente a coquetear. Yo como un gavilán le
buscaba los ojos y empezamos un coloquio sin hablar. Vi en su rostro candor, vi
en sus mejillas rubor, revivimos el antiguo pero siempre nuevo, cortejo de
apareamiento.
Extenuados
nos derrumbamos en nuestros asientos al final del baile cuando a lo lejos se escuchó
el estruendo de un tambor y al instante, el sonido se escapó de los bordes de
las hileras de cañas de los zikus. El sonido agudo y ululante me transportó al
origen del tiempo, en un todo a la vez, pasado y presente, luz y oscuridad, día
y noche, femenino y masculino y pude sentir el universo y la naturaleza en el
trenzar de los sonidos de los sikuris.
-¿Qué música es esa?-Preguntó Claudia.
-Es música del altiplano.
-Nunca la había escuchado. ¿De dónde es?
-De Puno.
-No entiendo lo que cantan.
-Es otra lengua
-¿Qué lengua es?
-Es Aymara.
-¿Aymara?
-Es otra cultura.
En las escuetas preguntas de Claudia, que hablan del
desconocimiento de nuestras genuinas expresiones culturales, la ignorancia de
nuestras vastas regiones y geografía y la incomprensión de nuestra diversidad
cultural y lingüística estaba cifrada la tragedia del Perú.
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