lunes, 23 de marzo de 2020

La Parada



Chullo tenía el don de la ubicuidad, solía estar siempre y convenientemente donde se le necesitaba. No había necesidad de llamarlo ni buscarlo, ni para los ensayos con el grupo, ni para las danzas con la Agrupación, ni para las actuaciones y eventos, ni almuerzos, comidas y cumpleaños. Andaba y se conocía todas las calles de Lima y sus alrededores, desde cono norte, Carabayllo, Puente Piedra, Zapallal, Santa Rosa y ventanilla. Bajando por la Tupac me contó que vio las primeras invasiones de tierras donde se cultivaba el algodón y que de la noche a la mañana se llenó de chositas de esteras con la banderitas roja y blancas de lo que sería luego Comas. Dice que vio el arco de la entrada a Lima viniendo de canta, que al lado de Acho había una cantera de cal cerca de la Avenida Abancay, que Lima llegaba por el oeste hasta Javier Prado y que todo Corpac, San Borja, Ate, San Luis Vitarte eran chacras. Cuenta que Surco de Surco eran viniedos, que San Juan de Dios era un arenal igual que Villa el Salvador y que una vez unos paisanos suyos lo llevaron a tocar a Atocongo que era como un viaje interprovincial. Me imagine que para conocer todo eso Chullo tendría que tener el doble de mi edad, sino mas.
Ese sentido de ubicación de Chullo nos sirvió una vez que regresamos de una actuación en Barranco y sin querer y conversando nos quedamos hasta las una y media de la mañana. Para regresar a Lima caminamos hasta la Avenida República de Panamá, donde tomamos unos colectivos pero eran un servicio que nos llevaban solo hasta La Parada.
Llegamos como a las cuatro. A esa hora, La Parada era un hervidero de personas. La Avenida Aviación era una batahola de gente, ruido, carros, camiones y entre ellas, la oscuridad. Por todas las pistas y la berma central estaban lleno de personas que traían y llevaban bultos. Eran los cargadores que con sus carretillas de dos ruedas de caucho rodaban por el suelo negro, irregular y espeso de barro y suciedad que como brea cubría lo que una vez fue asfalto. Los camiones y los taxis estaban estacionados en cualquier lado, en doble fila, a los dos lados de la pista, atravesados, o estacionados en las mismas esquinas, porque era lo que importaba a esa hora, cargando las mercaderías. La mayoría eran camiones de baranda de madera, con el chasis y muelles vencidos por el exceso de peso y el poco o nulo mantenimiento. Había taxis y colectivos, pero estos pugnaban por parecerse camioncitos. Casi toda la carrocería de los colectivos, autos de la época de “Eliot Ness”, estaban cubierta de sacos, cajas y paquetes que no sabías donde empezaba y donde terminaba el carro. En el parachoques llevaban los sacos de papas, camotes o cualquier otro tubérculo; en cada guardafangos posterior igual, más sacos. Arriba iban las cajas de frutas y verduras y sobre los parachoques delanteros más sacos a parte de los que iban encima del capo. Y adentro viajaban los pequeños comerciantes que llevaban los productos a los mercados vecinales de fuera de la ciudad. Entre todo esto se escurrían vendedores de cigarrillos, de máquinas de afeitar, chicles y caramelos, peines y cepillos. Abundaban vendedores de huevos cocidos que ofrecían con sal y ají, los que vendían habas, emoliente y los clásicos triciclos que servían chocolate caliente que era un hervido de agua con un poco de cocoa, todo ralo y transparente que se disimulaba en la noche. Esto se podía acompañar con un pan con huevo frito o con un pan con bistec que se salía del pan, pero que sospechaba que estaba hecho de cartón y mezclado con un poco de carne chancada. Pero todo ese enjambre de mercadería era abastecido por ciento de camiones que traían los productos desde la sierra, de la selva y de la costa del Perú. Camiones llenos de papa de Huancayo y del valle de Junín, camote de Ica y Cañete, hortalizas de Huaraz y Huacho, mango y limones de Piura y Chiclayo, cebolla y ajo de Arequipa. Todos esos productos emanaban su olor que juntos conformaban una fragancia vitalizante. Se podía oler la papa, el camote y la yuca y el poro y la betarraga ¡clarísimo! Pero no tan fuerte como el culantro y el rey de los olores, el más fuerte y penetrante, el ajo. Y eso nos abrió el apetito. Por eso cuando Chullo dijo:
- ¿Un caldo de gallina? Nos parecido una brillante idea.
A los lados de la Avenida Aviación en la calles adyacentes habían restaurantes y cantinas, establecimientos legalmente establecidos que vendían licor y comida. Allí se apretujaban los chóferes de los camiones que traían las mercaderías y los grandes comerciantes que compraban y vendían la mercadería. Hablaban y discutían mientras ordenaban cerveza entre la música de las vitrolas. La mayoría eran gordos, con brazos y cara regordetas y con facciones de ser serranos y cholos. Todo parecía como si fuera una ciudad en negativo, todo estaba abierto y funcionando. Había hasta farmacias y boticas abiertas a las cuatro de la madrugada y el puesto de la policía dentro del mercado lucia más atareado que de día. Hasta los prostíbulos al final de la Avenida 28 de julio trabajaban a cien por hora. Las luces rojizas que alumbraban los cuartos del lupanar se escapaban por las ventanas y se distinguían  a cuadras de distancias atrayendo como un panal de rica miel. El entrar y salir constante de sombras era intermitente.
Pero Chullo nos llevó a donde estaban las vendedoras de caldo de gallina, en la esquina de Humbolt y Aviación. Había allí una fila de puestos que consistían en varias mesas con bancas a los costados, una cocina para los ollones al fondo y una mesa de trabajo donde degollaban y descuartizaban a las gallinas. Se acercó a una señora que servía caldo a otros parroquianos. Chullo le habló en quechua y sonrieron. Luego de un rato Chullo nos dijo:
-Siéntense, la mamacha nos va a servir el mejor caldo de gallina y si nos queda chico nos va a dar su yapa.
Y nos sentamos entre la oscuridad y la luz que emitían los lamparines de kerosene, las llamas que daban los fogones; las luces encendidas de los faros de los autos estacionados y la mortecina y amarillenta luz de un solitario foco del poste de la esquina. Toda esa barahúnda era demasiado para el pobre foco. Y así, entre el olor de plumas de gallinas recién peladas, del olor de la sangre saliendo de los pescuezos rotos, de sacos de yutes envejecidos, el olor que hedía de la costra negra que cubría las pistas y veredas y el sudor ácido que emitían los cuerpos de los cargadores en bividi, tomamos el caldo de gallina más rico, tonificante y sabroso del mundo.



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