domingo, 19 de enero de 2020

Flor Pucarina



Conocí a Chara cuando tenía 10 años cuando mataperreaba con un grupo de amigos por el Coliseo Nacional del Jr. Huamanga, un canchón cercado con ladrillos por sus cuatro costados que daban al Jr. Cangallo, al Jirón Humboldt, al Jirón Huamanga y a la Avenida Bolívar, que era por donde se compraba los boletos y se entraba. Una parte del canchón era una mecánica y guardianía de carros viejos. Chara trabajaba ayudando a su papa quien era el que contrataba a los artistas que se presentaban en el coliseo.
El coliseo tenía una carpa grande, que antiguamente tenía un color blanco. Ahora es de color tierra, remendada por todos los dados, Era un paraguas gigante que se alzaba entre los inmensos cubos grises de cemento que formaba el barrio El Porvenir.  Los muros de ladrillos que lo cercaban estaban pintados con los anuncios de los artistas que presentaban cada semana, resaltados con  colores chillones como  el rojo escarlata, el azul eléctrico, el amarillo canario, el blanco lila, etc. Yo solía  pintar mis trompos con esas pinturas. Me acercaba a la pared, mojaba mi dedo con saliva que refregaba en el color que quería usar para decorar mi trompo, mi dedo se pintaba y con el pintaba mi trompo. Me gustaba usar mucho el azul, el rojo y el verde y el blanco.
Los domingos eran los días en que más gente venía para ver la compañía de espectáculos folclóricos. Allí es cuando vi a Chara, trabajando en esa compañía, al lado de su padre, quien se encargaba de traer a los artistas folclóricos. Pero yo le sacaba la vuelta a Chara y no pagábamos la entrada porque mis amigos y yo nos colábamos por la puerta de la mecánica que siempre estaba abierta. A eso de las dos de la tarde empezaba a venir gente. Traían sus rostros que salían del submundo de la ciudad. Llegaban mujeres a quienes llamaban paisanas. Eran las dos de la tarde y hacía calor, pero estas mujeres venían con sus polleras de lana de colores encendidos, el verde eléctrico, el rosa encendido, el azul-celeste intenso. Calzaban las ojotas hechas de llanta de camión y que vendían por cerros en Aviación y 28 de julio. Además usaban una especie de saquito y pañolón o chompa de colores brillantes y sombrero de lana prensada. Por esa forma de vestirse tan abrigadoramente aunque sea verano lo usaron los limeños para insultar a cualquiera que estuviera abrigado más de la cuenta, le llamaban  “pareces un serrano”. Las mujeres de la sierra que llegaban al coliseo se distinguían de las limeñas principalmente por su aspecto físico. Tu podías ver sus complexión, más voluminosa de sus piernas, con unos músculos gemelos notoriamente desarrollados. Llevaban el pelo en trenzas, algunas de ellas largas hasta la cintura, el cutis era curtido y cobrizo aunque habían las chaposas, ósea enrojecida sus mejillas por el frio que se las quemaba, generalmente era las que recién habían llegado a Lima, ósea las “recién bajadas”, las que venían de la cordillera. El contraste lo daban los hombres que mayormente venían vestidos con el uniforme del ejército que eran de color verde, de paño de lana gruesa como frazada, pantalones, camisa manga larga y cristina. Los llamaban “cachacos”. Parece que ese atuendo deslumbraba a las “cholas”, porque se les veía muy ufanos y confiados.
            Dentro del coliseo se habían levantado quioscos sobre la tierra apisonada donde vendían comida típica, gaseosas y cerveza. La gente se sentaba sobre bancas de madera dispuestas en círculo alrededor del escenario.
Estando entre ese tumulto, algo me hizo recordar a un compañero de mi escuela, a Yanayacu. No recuerdo su nombre, casi nunca te llaman por tu nombre en el colegio, solo por tu apellido o por tu chapa. En Yanayacu, coincidían esos dos motivos y uno más, servía para burlarse de Yanayacu. Lo pronunciaban con un tono burlón, como lo pronunciaría un quechua hablante pero exageradamente. Lo que me hizo recordar a Yanayacu era un olor. Era un olor peculiar que despedía Yanayacu y que ahora, entre toda esa gente lo volvía a identificar. Era lo que los limeños llamaban “olor a llama”. Pero no era cierto, no olían a llama. Era una fragancia que emanaba por sus poros, hasta cuando sudaban, salía de adentro de ellos mismos. Era mentira que olieran a llama. Era un olor añejo, concentrado, olor de etnicidad, pues lo que comes, es lo que eres. Sí, porque ellos comían cosas tan diferentes a nosotros, oca, cebada, charqui, chuño, cancha, machica. Seguramente todos los limeños tenemos un olor peculiar que solo los que no son de aquí podrían distinguir. Y no nos lo sacan en cara.
            Estaba en esas cavilaciones cuando, de pronto, de en medio del coliseo salió una voz, de la garganta de una mujer, vestida de traje típico. Era una voz bien extraña, era grave, raspante, que emanaba desde las profundidades de su espíritu. Cantaba como quejándose, como si se desgarrara por dentro. Unos músicos con instrumentos de metal le acompañaban. La gente rabiaba, enardecida, había mucha fuerza y tensión en su arte, su canto podía haber abierto la tierra en dos. Después supe que se llamaba Flor Pucarina pues su nombre estaba escrito en la pared.
Esa visión se me quedó grabado en mi mente y recordé cuando la volví a ver por La Parada cuando fui con mi mamá a hacer el mercado. De nuevo la vi muchos años después, pero ya desde lejos, en el Teatro Municipal. Allí, con coquetería y frente a todos, contó las doce polleras que llevaba puestas. Hasta que unos años después  la vi durmiendo el sueño eterno. Iba en andas de su pueblo, en procesión, llevada por millares de provincianos, por las calles de Lima, que se identificaron con ella. Los criollos, los que se creían criollos, la pituquería y los que se creían pitucos se preguntaban quién era esa, que arrastraba a la masa de gente del pueblo en devoción y dolor por la difunta. Esa era Flor Pucarina y la quisieron porque ella vivió y sufrió como cualquiera de ellos.

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