Conocí a Chara cuando
tenía 10 años cuando mataperreaba con un grupo de amigos por el Coliseo Nacional
del Jr. Huamanga, un canchón
cercado con ladrillos por sus cuatro costados que daban al Jr. Cangallo, al Jirón
Humboldt, al Jirón Huamanga y a la Avenida Bolívar, que era por donde se
compraba los boletos y se entraba. Una parte del canchón era una mecánica y guardianía de carros viejos.
Chara trabajaba ayudando a su papa quien era el que contrataba a los artistas
que se presentaban en el coliseo.
El coliseo tenía una
carpa grande, que antiguamente tenía un color blanco. Ahora es de color tierra,
remendada por todos los dados, Era un paraguas gigante que se alzaba entre los
inmensos cubos grises de cemento que formaba el barrio El Porvenir. Los muros de ladrillos que lo cercaban
estaban pintados con los anuncios de los artistas que presentaban cada semana,
resaltados con colores chillones como el rojo escarlata, el azul eléctrico, el
amarillo canario, el blanco lila, etc. Yo solía
pintar mis trompos con esas pinturas. Me acercaba a la pared, mojaba mi
dedo con saliva que refregaba en el color que quería usar para decorar mi
trompo, mi dedo se pintaba y con el pintaba mi trompo. Me gustaba usar mucho el
azul, el rojo y el verde y el blanco.
Los domingos eran los
días en que más gente venía para ver la compañía de espectáculos folclóricos. Allí
es cuando vi a Chara, trabajando en esa compañía, al lado de su padre, quien se
encargaba de traer a los artistas folclóricos. Pero yo le sacaba la vuelta a
Chara y no pagábamos la entrada porque mis amigos y yo nos colábamos por la
puerta de la mecánica que siempre estaba abierta. A eso de las dos de la tarde
empezaba a venir gente. Traían sus rostros que salían del submundo de la
ciudad. Llegaban mujeres a quienes llamaban paisanas. Eran las dos de la tarde
y hacía calor, pero estas mujeres venían con sus polleras de lana de colores
encendidos, el verde eléctrico, el rosa encendido, el azul-celeste intenso.
Calzaban las ojotas hechas de llanta de camión y que vendían por cerros en Aviación
y 28 de julio. Además usaban una especie de saquito y pañolón o chompa de
colores brillantes y sombrero de lana prensada. Por esa forma de vestirse tan
abrigadoramente aunque sea verano lo usaron los limeños para insultar a
cualquiera que estuviera abrigado más de la cuenta, le llamaban “pareces un serrano”. Las mujeres de la
sierra que llegaban al coliseo se distinguían de las limeñas principalmente por
su aspecto físico. Tu podías ver sus complexión, más voluminosa de sus piernas,
con unos músculos gemelos notoriamente desarrollados. Llevaban el pelo en
trenzas, algunas de ellas largas hasta la cintura, el cutis era curtido y
cobrizo aunque habían las chaposas, ósea enrojecida sus mejillas por el frio
que se las quemaba, generalmente era las que recién habían llegado a Lima, ósea
las “recién bajadas”, las que venían de la cordillera. El contraste lo daban
los hombres que mayormente venían vestidos con el uniforme del ejército que
eran de color verde, de paño de lana gruesa como frazada, pantalones, camisa
manga larga y cristina. Los llamaban “cachacos”. Parece que ese atuendo
deslumbraba a las “cholas”, porque se les veía muy ufanos y confiados.
Dentro
del coliseo se habían levantado quioscos sobre la tierra apisonada donde vendían
comida típica, gaseosas y cerveza. La gente se sentaba sobre bancas de madera
dispuestas en círculo alrededor del escenario.
Estando entre ese tumulto, algo me hizo
recordar a un compañero de mi escuela, a Yanayacu. No recuerdo su nombre, casi
nunca te llaman por tu nombre en el colegio, solo por tu apellido o por tu
chapa. En Yanayacu, coincidían esos dos motivos y uno más, servía para burlarse
de Yanayacu. Lo pronunciaban con un tono burlón, como lo pronunciaría un
quechua hablante pero exageradamente. Lo que me hizo recordar a Yanayacu era un
olor. Era un olor peculiar que despedía Yanayacu y que ahora, entre toda esa
gente lo volvía a identificar. Era lo que los limeños llamaban “olor a llama”.
Pero no era cierto, no olían a llama. Era una fragancia que emanaba por sus
poros, hasta cuando sudaban, salía de adentro de ellos mismos. Era mentira que
olieran a llama. Era un olor añejo, concentrado, olor de etnicidad, pues lo que
comes, es lo que eres. Sí, porque ellos comían cosas tan diferentes a nosotros,
oca, cebada, charqui, chuño, cancha, machica. Seguramente todos los limeños
tenemos un olor peculiar que solo los que no son de aquí podrían distinguir. Y
no nos lo sacan en cara.
Estaba
en esas cavilaciones cuando, de pronto, de en medio del coliseo salió una voz,
de la garganta de una mujer, vestida de traje típico. Era una voz bien extraña,
era grave, raspante, que emanaba desde las profundidades de su espíritu.
Cantaba como quejándose, como si se desgarrara por dentro. Unos músicos con
instrumentos de metal le acompañaban. La gente rabiaba, enardecida, había mucha
fuerza y tensión en su arte, su canto podía haber abierto la tierra en dos. Después
supe que se llamaba Flor Pucarina pues su nombre estaba escrito en la pared.
Esa visión se me
quedó grabado en mi mente y recordé cuando la volví a ver por La Parada cuando
fui con mi mamá a hacer el mercado. De nuevo la vi muchos años después, pero ya
desde lejos, en el Teatro Municipal. Allí, con coquetería y frente a todos,
contó las doce polleras que llevaba puestas. Hasta que unos años después la vi durmiendo el sueño eterno. Iba en andas
de su pueblo, en procesión, llevada por millares de provincianos, por las
calles de Lima, que se identificaron con ella. Los criollos, los que se creían
criollos, la pituquería y los que se creían pitucos se preguntaban quién era
esa, que arrastraba a la masa de gente del pueblo en devoción y dolor por la
difunta. Esa era Flor Pucarina y la quisieron porque ella vivió y sufrió como
cualquiera de ellos.
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