“Nena, ahora que te he encontrado”
“Nena, ahora que te he encontrado, no puedo dejarte ir. Construí mi
mundo alrededor tuyo, te necesito nena, aunque, no me necesites.
Nena, desde que nos conocimos, sabía en este corazón mío, que el amor que teníamos, no podía ser malo, que
hice bien, y esperé. Toda mi vida he esperado por alguien, que me diera amor
como tú. Ahora me dice que me quieres dejar, Cariño, no puedo dejar que hagas
eso”.
Escuche esta canción en el verano de 1968 cuando las vacaciones del
colegio duraban más de tres meses. Nos acompañaba a Manuel y a mi camino a la playa de La
Herradura, todos los días de la semana. Solíamos andar por el borde del
parapeto que protegía la pista que vadeaba el acantilado que conducía a la
playa, desde El Regatas a La Herradura. Éramos adolescentes de apenas trece años,
cuando la vida era como el mar, insondable, infinita y misteriosa. Pero
nosotros estábamos ya mojándonos los pies descalzos en su playa. Creíamos que sabíamos
suficiente de la vida. Lo cual era que… ¡queríamos
ser felices! Y la vida era simple, hacer lo que nos complacía y nos alegrara.
Ir a la playa era una de las cosas que nos deleitaba. Tenía el sol que
nos bronceaba, el mar que nos bañaba y chicas a quien mirar. Nos gustaba retar a
la corriente de las aguas de La Herradura con nuestros alfeñiques cuerpos. La
verdad es que no conseguíamos ligar ninguna chica en todo el verano pero
siempre regresábamos por un poco más decepción cada mañana, sin rencor.
Mi amigo Manuel era un tipo risueño por naturaleza, pelotero y fiestero
como todos. Pateando la pelota en las tardes y bailando en las fiestas de los sábados
consumíamos lo poco de energía que nuestro metabolismo nos dejaba. Y necesitábamos
más para cirear a las chicas que deseaban ser cireadas.
En el barrio de Manuel las parejas estaban establecidas de facto, aunque
no lo fueran, más que todo por consenso, básicamente llevado a cabo por las
chicas. Entonces se sabía que chico tenía que estar con que chica. Y ese
acuerdo no se podía alterar ni con el pensamiento. A Manuel le habían asignado
una morenita, graciosa y bonita con quien él no estaba muy entusiasmado. Nunca
mostró un descontento, siempre lucia risueño
y siempre caballeroso. Las demás chicas alentaban que se concretara esa relación
pero Manuel siempre la mantuvo como una muy bonita y linda amistad.
A mí me habían otorgado a una chica simpática, bien formada y más alta
que yo. Pero yo sentía atracción por la
hermana de Manuel, Patricia. Me gustaba verla, hablarle. Era menuda, chiquita,
pelo castaño y voz ronquita. A ella la habían “comprometido” con un chico
petulante y callado. Me caía mal, por su propia culpa. Pensé por un momento que
tendríamos que dirimir ese problema a golpes. Lo fatal era que ese acuerdo no podía
ser trasgredido ni por golpes, ni por nadie y ni por nada en este mundo.
Me alejé un tiempo del barrio de Manuel. Volví
a los meses y lo busqué. Una vecina
al verme tocar la puerta se me acerca y me dice que Manuel ya no vive allí, que
había muerto y que su familia se había mudado. No entendí lo que me dijo o no
lo quise entender o no lo podía entender. No era posible que un chico muera
tan, tan joven. Por primera vez conocí la muerte de una persona que no debía morir,
porque era parte de mi mundo, de mi generación, de lo que me pertenecía, de mi
juventud, de la juventud que está hecha para vivir, pues no se muere en la
juventud, sino más adelante, en la vejez, como se morían mis abuelos y los tíos.
Así fue que Manuel pasó a ser un muerto
de mi juventud, a mi pesar… con un profundo pesar.
Más la melodía de esta canción agita los recuerdos dulces del pasado.
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