miércoles, 30 de octubre de 2019

Stela



De pequeño me gustaba jugar los juegos que comúnmente les agradaba a los niños de mi edad: la pega, a las escondidas, lingo, todo lo que hace el prima, a la pelota, canga, carreras, etc. Era muy divertido y no me cansaba de jugar. Pero también me gustaba hacer algo raro para mi edad, retirarme solo a contemplar el cielo en las noches. Para ello, cuando oscurecía, me tendía sobre la superficie acerada de la parte más alta de un tobogán que estaba en el parque frente a mi casa. Allí echado me gustaba ver el cielo infinito con su enjambre de estrellas que como luces de navidad alumbraban el firmamento. A veces la luna blanca y redonda las opacaba, a veces esa luna era cubierta por sabanas de nubes que apenas dejaban pasar la luz fluorescente de la luna. Así me pasé muchas noches de mi infancia y adolescencia. Mantuve esa costumbre hasta ya mayor, cada vez que quería sentir el frescor de la noche, cuando quería reflexionar algo sobre mi vida.
Una noche de mayo cuando volví a subir a aquel tobogán y me tendí descubrí una pequeña lucecita. Yo estaba familiarizado con las constelaciones que se divisan desde el hemisferio sur. Sabia reconocer la estrella  Próxima Centauri, la estrella más cercana a la tierra, cerca de la constelación Cruz del Sur. También se puede ver las constelaciones del Can Mayor donde se encuentra la estrella más brillante, Sirio. Me gustaba  divisar a Orión, al que llamaban el Gran Cazador. Pero para ver a esta ínfima estrellita tenía que entrecerrar los ojos.
Era una estrella enana, una entre las miles de estrellas que se divisa pero sin saber porque, me aficioné por mirarla cada noche. Su millonésima masa comenzó a pesar en mi firmamento. Empecé a notar que su luz resplandecía más poco a poco, como si más brillara al mirarla más  ¿o sería que se acercaba? ¿o que crecía? ¿o que nuestra vía láctea se alejaba? Eso sería imposible porque si algún movimiento ocurriera seria imperceptible considerando los años luz de distancia.
Muchas noches no podía ver las estrellas porque el cielo estaba sumamente nublado. En la primavera es cuando se las podían ver más nítidamente y mejor cuando la noche era más profundamente oscura. En invierno se hacía más difícil, casi imposible divisar nada. Pero cuando el cielo estaba claro, podía divisar a mi pequeña estrellita, siempre en el mismo lugar, aunque pasaran las estaciones o los años.
-¡Allí estás tú! – le decía mentalmente.
-¡Buenas noches estrella luminosa! Le repetía parodiando la canción de los sesenta “Good day Sunshine”.
La mayoría de las veces no le decía nada. Solo pensaba.
-¡Que lejos estas! ¿Porque brillas sin cansarte? ¿Estás sola en tu universo? ¿Tendrás vida?
-En la cosmología andina sé que todo ser vivo o inerte tiene vida porque vibran a una frecuencia que no conocemos. Talvez tu encierras un espíritu o “apu” que desconozco.
Después que me casé la solía ver desde el patio de mi casa, me daba la ilusión que desde donde se hallaba ella me iluminada. No le conté a mi esposa ni a nadie. Lo concebía como un rezago de mi infancia, íntimo y privado que quería mantener así, como cuando se guarda celosamente un soldadito de plástico o el carrito de juguete preferido. Cuando me encontraba muy sensible, con tribulaciones que se tiene al madurar, al trabajar, al ser padre y esposo volvía al tobogán, muy tarde en la noche cuando nadie ya rondaba por allí. . Echado sentía que su luz iluminaba todo mi cuerpo y mi mente.
Stela, así la comencé a nombrar, había pasado a ser un bálsamo en mi vida, un ente con quien me conectaba materialmente aunque a inmensa distancia pero más que nada con la imaginación y el pensamiento. Pero no era mía, no me pertenecía como muchas cosas de mi mundo, ni el sol ni la luna, ni la noche ni los días, ni siquiera mi vida era mía.
Una noche me di cuenta que su luz se estaba apagando. ¿Cómo era posible? Solo atine a darme cuenta cuando el menguar de su luz se hizo evidente. ¿Ella lo sabría? ¿Qué se estaba muriendo? Siguió así, en mi firmamento por cuatro años, dándome coraje aun siendo pequeña, con su luz languideciendo.
-Quédate…. Le susurré.
Quería que permaneciera, que continuara alumbrando  mis noches oscuras, que siguiera siendo el filamento que me conectaba con la inmensidad. Pero se imponía lo inexorable, la pulsación del universo. Talvez me pareció pero su luz se hizo más refulgente, más presente.
Una noche mis ojos no percibieron más su luz. Millones de otras esferas celestes tintineando en el cielo y esa insignificante ausencia abrió un inmenso vacío en mi universo. Lo extraño es que me lamento de ya no ver la luz de una estrella que había dejado de existir miles años antes de mi existencia.


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