Estábamos
yendo a Pucallpa, a la selva central. Nos habían invitado a su cumpleaños el
director del Centro de investigación agropecuaria. Viajábamos en un ómnibus interprovincial
los integrantes del grupo folclórico, de los “tocachines”. A mi lado estaba
Chullo, adelante Davis “el colorado” y “Charango”. Al frente tenía a Héctor
y a su lado a Norka. Era de noche, todo estaba oscuro y se sentía como el
camino zarandea al ómnibus. Hilos de agua corren por el pasillo. Mis botas de
montañista me protegen de mojarme los pies. Cruzo los brazos para abrigarme, pero
tengo frio. Y empiezo a tiritar.
- Que pasa
hermanito? Me pregunta Chullo.
- Tengo
frio. ¿Dónde estamos?
- ¡En Cerro
de Pasco, aquí todos los limeñitos lloran! ¿Lo ves? Y rio como siempre, con su
risa de vizcacha.
Empecé a
sentirme calenturado, el ómnibus seguía bamboleándose como un bote a punto de
naufragar. El agua seguía entrando y empezaba a hacerse charcos. No iba a llorar,
pero, ¡qué mal me sentía! Me encogí en mi asiento mientras buscaba en mi casaca
sin cuello donde meter mi garganta. Me abracé más fuerte.
- ¿Qué te
pasa hermanito? ¿Tas bien?
- Me siento
mal Chullo. Creo que ya me dio la fiebre. Se desenredo su chalina del cuello y
me la dio,
- Abrígate
con esto hermanito.
Y extendí el brazo y abrí mi mano como se recibe una limosna. Chirriando los dientes le
dije
- ¡Gracias
Chullito!
Vi su
sonrisa petrificada y recordé el huaco retrato de la cultura Mochica. Chullo tenía
una sonrisa delineada, esculpida en arcilla. Pero en ese instante me di cuenta
que su sonrisa, era una sonrisa para él. ¡Si! Chullo sonreía para sí mismo y
nosotros teníamos la gracia de experimentarla. Chullo no nos regalaba una
sonrisa, no nos daba su sonrisa, la compartía.
¡Que
Chullo!
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