jueves, 30 de marzo de 2017

Cecilia XXVI


No me engaño. Puedo engañar a todos pero no a mí misma. No soy feliz con la vida que tengo. Y no amo a mi esposo, eso lo sé y lo he reafirmado a través del tiempo. La gente me ve reír  y me felicitan por la familia que tengo. Yo les sigo la corriente y finjo ser feliz. Para mí, yo no rio, mi sonrisa es una mueca de infelicidad. A veces me pregunto si la gente realmente se da cuenta y son hipócritas como lo soy yo, y siguen el juego de esta vida. Nadie me pregunta realmente que siento. Yo veo que a mí alrededor todos son felices o es que fingen como yo y no se atreven a enfrentar el dolor que daría la realidad. ¡Que cómodo se vive así! Seguro que eso he hecho, he intercambiado felicidad por comodidad. Pero ese papel no es agradable. Mis días son estar en ajetreo constante para no detenerme a pensar y reflexionar en esta vida absurda que estoy viviendo. Claro que mis hijos me dan mucha alegría y un poco de felicidad. Los quiero mucho y ellos me quieren también. He tratado con mucha voluntad de volver a querer a mi esposo. Hemos pasado más tiempo juntos, los dos solos. Hemos celebrado entusiastamente nuestros aniversarios y otros acontecimientos. A pesar de lo aparente positivo de los encuentros, me vuelve inexorablemente una tristeza y un desdén, porque dentro de mí no me conmueve ya nada de él. Y cuando tenemos relaciones íntimas, a pedido e insistencia de él y aunque invento muchas excusas, me siento muy mal después, pues es una tortura para mí, tanto que quiero arrancarme la piel. Algunos momentos nuestras miradas se encuentran y siento que mis ojos me delatan. Presiento que él sabe ya la verdad pero entiende que ni él ni yo podemos hacer nada y no se atreve a encararme pues sería el fin del mundo que tenemos hasta ahora.
Un día estábamos en una reunión con unos amigos. Los varones se juntaron en el patio a comentar sobre deportes, como siempre, y nosotras, las esposas nos quedamos en la sala, charlando. Una de ellas comentó que su esposo tenía una secretaria bonita. Le aconsejamos que se pusiera alerta.
-La tentación puede ser muy grande y tú sabes, tu esposo pasa más tiempo con ella que contigo.
 -Si se le ocurriera “sacar los pies de plato” a mí no me faltaría pretendiente para ponerle los cuernos para estar a la par.
-Yo no lo haría- Comentó otra- si mi esposo quisiera revolcarse con otra mujer, allá él.
-¿Qué tal si tú te enamoraras de otro hombre? No hay que decir de esta agua no he de beber.
-A propósito. Tengo una amiga del tiempo de colegio que se ha enamorado perdidamente de su entrenador y me dice que es el amor de su vida.
-No sé cómo una esposa se puede enamorar de un tipo que solo le dedica ratos, que no está cuando sus hijos les da fiebre, cuando tiene una emergencia, cuando celebra algún evento familiar, cuando necesita dinero para comprar ropa a los hijos, cuando planeas el futuro de sus hijos. ¿Dónde está?- Fue el comentario de otra. Al cual siguieron otras opiniones más.
-Cierto, no se da cuenta que solo es una fijación romántica. “Es el hombre de mi vida” ¡ja!
-Los amores de la vida están en nuestras casas.
-Tienes razón. Algunas mujeres mantienen esa fijación que no les permite tomar conciencia de lo valioso de lo que realmente tienen.
-El problema es la idea idealizada del hombre. Deberían sacarse esa idea de la cabeza y valorar a su familia y amarlos incluyendo a su esposo.
-Los maridos no son perfectos. ¿Qué hombre es perfecto?
-¡Perfecto solo Dios!
-A mí me han ensenado que el matrimonio es para siempre y la fidelidad también lo es. Una está casada por los sentimientos y no por papeles firmados.
-Darse a respetar como señora eso es lo que debe hacer tu amiga. Seguro que no sabe lo que es amor y ahora corre tras una ilusión.
-Debe de estar con la cabeza caliente, tener un enamoramiento. El peligro a que se está exponiendo es que su marido se entere y pierda todo.
Una de ellas expresó tímidamente y con resquemor.
-Claro, pero si ya no existe amor entre la pareja y la esposa lo ha intentado todo, lo mejor es terminarlo aunque hayan hijos que seguramente sufrirán. Pero más sufren viendo un hogar lleno de mentiras, de agresiones y desamor.
Luego que habló todas callaron ante tal comentario discordante. Hasta que la dueña de casa rompió el silencio.
-¿Qué tal me salió el suflé?
Paré de escuchar lo que decían, solo miraba gestos y labios moviéndose. Solo asentí con la cabeza lo que decían, cínicamente, mostrándoles mi aceptación a sus opiniones.
Pero que bien domesticadas estaban estas señoras. Bien parecía que sus propios esposos les instruyeron en el arte de cerrar sus ojos a sus vivencias, y aceptar que el matrimonio es donde acaba la vida de las mujeres. Piensan que tenemos que servir a la familia para protegernos, para tener futuro, que nuestro fin es la casa, y que esa nuestra profesión. Con discreción me abstraje de ese mundo llenos de valores, de sacrificios y de deberes que no era el mío.
Impensablemente, esta reunión aclaró mi mente. Si, asentí con la terminación del matrimonio cuando el amor entre los esposos ha terminado. Ahora sé lo que debo de hacer. Lo que no sé es como ni cuando romperé mi matrimonio.

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Cecilia XXV


Al día siguiente al encontrarnos Cecilia me pidió ir al zoológico.
-¿Te gustan los animales? –Me preguntó.
-Claro. Me gustan los felinos.
-¿Y las aves?
-También me gustan pero a la brasa, acompañadas de papas fritas.
-¡No! ¡Qué cruel!
-Pero más que comer aves preferiría comerte a ti, comerte de verdad, morderte con mis dientes y tragarte enterita.
-Te diría que eres un caníbal.
-No, no te comería por hambre.
-Sino, ¿entonces? ¿Por gusto?
-Por amor.
-¡Oh vaya! Así si dejaría que me comieras, claro.
-Te mordería tiernamente y te tragaría con dulzura. No, no, miento, no es así. Lo que siento es que quiero tenerte dentro de mí, saciarme de ti, aunque teniéndote dentro, estallaría.
-Entonces, no dejaré que me comas. A propósito, hablar de comer me ha dado hambre. ¿Vamos a comer?
-Si pero vámonos volando.
-¿Volando?
-Sí, volando. Podemos volar alto, bien alto, hasta las estrellas.
-¿Es posible?
-Claro, recuerda que estamos soñando.
-A veces no me parece.
-¿Verdad?
-No sé. Siento, o de repente quiero sentirlo así, que todo es real.
-Tienes razón. Si te viera en la realidad pensaría que estaría soñando.
-¿Quisieras que viviéramos en la realidad?
Tuve la impresión que esa pregunta era atrevida, viniendo de Cecilia. Pensé, ¿qué tal si le digo que sí? ¿Qué diría? Dudé, dudé mucho para contestarle. Estábamos allí, juntos, viéndonos, disfrutando de nuestra compañía, queriéndonos. No quería perder todo eso, no quería perderla. Talvez debería desviar esa conversación.
-Sí, ¿y tú? Le respondí.
-Me miró profundamente y se quedó callada. Bajo la vista y luego volvió a mirarme. Y con una voz suave y calmada dijo:
-Yo también.

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martes, 28 de marzo de 2017

El “Brisas”


Edgar Bueno me invitó al “Brisas de Titicaca” un sábado y aproveché para llevar a Claudia, una linda limeñita que había conocido hacia poco. El Brisas era el local folclórico más importante que había en Lima y uno de los más auténticos. Llegamos al Jiron Walkuski donde Edgar nos esperaba. Nos condujo a una mesa cerca del tabladillo donde estaba su esposa Lupe.  
-¡Han agrandado el local! – Le dije. Yo no había visitado el Brisas por casi una década.
-¡Sí! Hasta tenemos mezanine para los invitados especiales y los turistas que vienen de otros países.
-Y la pista de baile, la han elevado del suelo. Esto le da una vista más panorámica. De verdad ha quedado estupendo. No tiene nada que envidiar a un teatro.
-Tenemos aire acondicionado en todo el local ¿Recuerdas los tiempos de los apagones?
-¡Claro! He estado aquí cuando casi todo Lima estaba a oscuras.
-Siempre teníamos luz. Todo alrededor del “Brisas” estaba a oscuras pero nuestro presidente, que trabajaba en el directorio de las Empresas Eléctricas, aseguraba que nunca nos faltara electricidad en todo ese tiempo.
Realmente el Brisas había dado un gran cambio. Antes el ambiente era rústico y modesto y tenía un espacio más reducido y con poca iluminación. Además no contaba con el segundo piso con que cuenta ahora. Su aspecto es actualmente muy diferente. Es más moderno, luce renovado, bien iluminado, con ambientes y servicios atractivos.
Edgar era profesor de danzas del altiplano y miembro vitalicio de la institución. Dominaba todas las danzas desde las más tradicionales como el “Auqui Auqui” hasta las más amestizadas como “la pandilla puneña”. Fue mi profesor en la Escuela Nacional de Folklore José María Arguedas. Yo ya había saboreado la riqueza de la música puneña cuando tocaba en un grupo folclórico de Sol de Oro, principalmente los temas de Teodoro Valcárcel. Para mí era la música clásica del folklore peruano por su riqueza melódica y armónica. Claro, música con fuerte influencia occidental pero que conservaba la esencia de la música del altiplano. Eso era innegable.
-Edgar, te voy a decir algo.
-¿Qué manito?
-Tú eres y siempre serás Bueno.
Y se echaba a carcajear y me abrazaba. Y eso sin tomar. Porque era así, dulce, demostrativo y amistoso. Pero algo que era malo para Bueno era su carácter nervioso, ansioso y extremadamente sentimental. Pero no podía dejar de ser así.
-¿Y sabes qué?
-Dime manito.
-Todos tenemos algo de ti.
-¿Cómo así?
-¡Todos tenemos algo de Bueno pues Edgitar!
Y otra vez se echaba a reír mostrándome su amplia dentadura con dientes de choclo.
Estábamos refrescándonos en ese invierno limeño con cerveza helada. ¡Qué contradicción! Pero es verdad, la cerveza si no está helada, no pasa. En eso, la estudiantina del Brisas comenzó a tocar “Flor de Sancayo” Las mandolinas empezaron trinar y junto con el acordeón componían la melodía; otras hacían la tercera; los bordones de los bajos de la guitarra se les acoplaba por un rato para separase y bajar cadenciosamente a una quinta y octava intercaladas. En el fondo se escuchaba el “mariposear” sincopado del charango. De pronto, todos los instrumentos callaban... y las cuerdas gruesas de los bajos elevaban su tierno y grave quejido que era contestado a coro por todos los demás instrumentos. Alli nomás apareciéron las voces entonando la canción, “Qala chuymani imilla wawa, San Juan juyphiru purkasja …”. ¡Que melodía tan magistral! basta solo escuchar unos cuantos compases para que las fibras del corazón empiecen a vibrar junto a ella. Y todo nuestro ser se llene de euforia. Música única y singular que solo pudo ser creado por el hombre del altiplano, en su ambiente excepcional.
 Pues nos levantó la música de nuestros asientos y salimos a bailar. Mientras Edgar sacó a Lupe yo tuve que arrastrar a Claudia a la pista,...
-No se bailar
-Solo deja que yo te lleve.
-No sé cómo se baila.
- Solo sígueme...
Y empezamos con el “cojeo puneño”, elegante y varonil en el cholo, grácil y femenino en la chola. Era un cojeadito que requería mantener el cuerpo erguido y, al andar, hacerlo con movimientos medidos y proporcionados, en armonía con el cojeo, que es lo que le daba el efecto de acento a la danza.
            Sonreímos, mientras ritualmente, reproducíamos los pasos de enamoramiento de parejas. Porque es un baile de pareja, el galanteo está presente, pero es sobrio y respetuoso pero también es plástico y sensual.
            Nos miramos, y espontáneamente Claudia empezó sutilmente a coquetear. Yo como un gavilán le buscaba los ojos y empezamos un coloquio sin hablar. Vi en su rostro candor, vi en sus mejillas rubor, revivimos el antiguo pero siempre nuevo, cortejo de apareamiento.
            Extenuados nos derrumbamos en nuestros asientos al final del baile cuando a lo lejos se escuchó el estruendo de un tambor y al instante, el sonido se escapó de los bordes de las hileras de cañas de los zikus. El sonido agudo y ululante me transportó al origen del tiempo, en un todo a la vez, pasado y presente, luz y oscuridad, día y noche, femenino y masculino y pude sentir el universo y la naturaleza en el trenzar de los sonidos de los sikuris.
-¿Qué música es esa?-Preguntó Claudia.
-Es música del altiplano.
-Nunca la había escuchado. ¿De dónde es?
-De Puno.
-No entiendo lo que cantan.
-Es otra lengua
-¿Qué lengua es?
-Es Aymara.
-¿Aymara?
-Es otra cultura.
En las escuetas preguntas de Claudia, que hablan del desconocimiento de nuestras genuinas expresiones culturales, la ignorancia de nuestras vastas regiones y geografía y la incomprensión de nuestra diversidad cultural y lingüística estaba cifrada la tragedia del Perú.



viernes, 24 de marzo de 2017

Fundamento de los politicos


Los políticos en general basan el éxito de sus mentiras y engaños en el pobre espíritu crítico y bajo nivel educativo de la mayoría de la población.

jueves, 23 de marzo de 2017

que tienen tus ojos---Yaco Monti

Charango


Le decíamos Charango porque gustaba llevar en una bolsa de yute, su charango de quirquincho, terciado en la espalda, como un fusil.
Su nombre era Lucho. Era casi pequeño y tenía un rostro de niño viejo. Era hijo de un x-juez de Juli, la capital de Chucuito, en el departamento de Puno. Juli es un pueblo más que todo aymara, al lado del lago Titicaca. Cuando Lucho me dijo que era de Juli, pensé que era la abreviación de Juliaca. No le pregunté que significaba Juli, por vergüenza de parecer ignorante. O por no ofenderlo, por desconocer su pueblo. La verdad lo averigüe  después. EL nombre de Juli viene del nombre de un ave llamada Chulli o Lulli. Juli fue el asentamiento del reino de los Lupakas, cultura anterior al reinado Inka. Su padre quería que Lucho fuera abogado pero el eligió ser un tira-vidas.
En la clase de Materialismo dialectico de Sixto García, en la Facultad de Letras de San marcos, Lucho lucía cara circunspecta y  reflexiva. Pero a mí me daba la impresión de que ponía la cara de niño que escucha el sermón dominical en la iglesia. Pero Lucho era realmente un mata-perro.
En las noches, en las calles de Juli, Charango y sus amigos salían a “jugar” con perros. El juego consistía en que se subían cada uno en una bicicleta con un palo y manejaban por una calle donde había un montón de perros. Sabiendo que los perros los perseguirían, gozaban apaleando a los que se les acercaban para morderlos. Así que, era divertido verlos pedalear rápidamente para no ser alcanzados por los perros y tener el chance de darles un palazo. La mayoría de las veces, los perros salían perdiendo y se retiraban aullando lastimeramente al sentir el sabor de un palazo en la cabeza.
Pero una noche que salieron a golpear perros, un perro pequeño, flaco, chusco y feo corrió como un cheetah y alcanzó a Juan Apaza, uno de los miembros de la banda. Este le iba a dar un palazo pero el can se abalanza sobre su pierna y le clava sus dientes de piraña en la pantorrilla.
-¡Agggggggg! -Gimió Juan.
-¡Dale con el palo! –Le gritaban los demás.
-¡Dale con el palo!
Pero Juan no atinaba a nada más que tratar de mantener la bicicleta derecha con las dos manos porque ésta se iba en zig zag por todos lados. Y es que el perro ya no corría, iba en el aire prendido de la pierna de Apaza y desbalanceaba la bicicleta. Apaza, adolorido y quejándose, se salió de la pista y se metió por un jardín donde había bastantes piedras y arbustos. El perro instintivamente se soltó de la pierna de Apaza justo en el momento que la rueda delantera de la bicicleta choca con una roca clavada en la tierra y la bicicleta frena en seco. En una voltereta acrobática circense, la rueda trasera se vino hacia adelante, lo que catapultó a Apaza de cara al suelo, haciéndole proferir un grito agónico. Plantando sus cuatro patas en el suelo, los perros dejaron de perseguir a la banda de mata-perros. Maldiciendo y recriminando se volvieron gruñendo corto, pero orondos y orgullosos, con sus colas en alto. Y así, se sumergieron en la noche.
La banda de los mata-perros no volvió por allí nunca más.