jueves, 23 de marzo de 2017

Charango


Le decíamos Charango porque gustaba llevar en una bolsa de yute, su charango de quirquincho, terciado en la espalda, como un fusil.
Su nombre era Lucho. Era casi pequeño y tenía un rostro de niño viejo. Era hijo de un x-juez de Juli, la capital de Chucuito, en el departamento de Puno. Juli es un pueblo más que todo aymara, al lado del lago Titicaca. Cuando Lucho me dijo que era de Juli, pensé que era la abreviación de Juliaca. No le pregunté que significaba Juli, por vergüenza de parecer ignorante. O por no ofenderlo, por desconocer su pueblo. La verdad lo averigüe  después. EL nombre de Juli viene del nombre de un ave llamada Chulli o Lulli. Juli fue el asentamiento del reino de los Lupakas, cultura anterior al reinado Inka. Su padre quería que Lucho fuera abogado pero el eligió ser un tira-vidas.
En la clase de Materialismo dialectico de Sixto García, en la Facultad de Letras de San marcos, Lucho lucía cara circunspecta y  reflexiva. Pero a mí me daba la impresión de que ponía la cara de niño que escucha el sermón dominical en la iglesia. Pero Lucho era realmente un mata-perro.
En las noches, en las calles de Juli, Charango y sus amigos salían a “jugar” con perros. El juego consistía en que se subían cada uno en una bicicleta con un palo y manejaban por una calle donde había un montón de perros. Sabiendo que los perros los perseguirían, gozaban apaleando a los que se les acercaban para morderlos. Así que, era divertido verlos pedalear rápidamente para no ser alcanzados por los perros y tener el chance de darles un palazo. La mayoría de las veces, los perros salían perdiendo y se retiraban aullando lastimeramente al sentir el sabor de un palazo en la cabeza.
Pero una noche que salieron a golpear perros, un perro pequeño, flaco, chusco y feo corrió como un cheetah y alcanzó a Juan Apaza, uno de los miembros de la banda. Este le iba a dar un palazo pero el can se abalanza sobre su pierna y le clava sus dientes de piraña en la pantorrilla.
-¡Agggggggg! -Gimió Juan.
-¡Dale con el palo! –Le gritaban los demás.
-¡Dale con el palo!
Pero Juan no atinaba a nada más que tratar de mantener la bicicleta derecha con las dos manos porque ésta se iba en zig zag por todos lados. Y es que el perro ya no corría, iba en el aire prendido de la pierna de Apaza y desbalanceaba la bicicleta. Apaza, adolorido y quejándose, se salió de la pista y se metió por un jardín donde había bastantes piedras y arbustos. El perro instintivamente se soltó de la pierna de Apaza justo en el momento que la rueda delantera de la bicicleta choca con una roca clavada en la tierra y la bicicleta frena en seco. En una voltereta acrobática circense, la rueda trasera se vino hacia adelante, lo que catapultó a Apaza de cara al suelo, haciéndole proferir un grito agónico. Plantando sus cuatro patas en el suelo, los perros dejaron de perseguir a la banda de mata-perros. Maldiciendo y recriminando se volvieron gruñendo corto, pero orondos y orgullosos, con sus colas en alto. Y así, se sumergieron en la noche.
La banda de los mata-perros no volvió por allí nunca más.


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