domingo, 12 de marzo de 2017

Chullo III


Cuando era niño veía seriales de vaqueros en la televisión. Me apenaba que los soldados mataran a los indios y me alegraba cada vez que ellos mataban a un soldado. Cada disparo de rifle del soldado era un indio muerto. Asi mataban a muchos indios. Yo no era blanco, no tenía el pelo rubio ni los ojos azules. Y mi piel tenía el color de indios comanches o los siux. ¿Cómo iba a simpatizar con esas muertes? Veinte años después Chullo me contaba que sentía lo mismo que yo, cuando veía la tele allá en su pueblo de Chillca.
-Es que tu tienes alma de indio pero corazón de misti – me describió Chullo.
-El indio es aguerrido, es bravo, colérico y vengativo – agregó Chullo.
No lo refute, entendí que sabía más de la naturaleza del indio que yo.
Estábamos ensayando algunos huaynos en la casa de Palomino en la Corporación del Agustino. Nos animamos a practicar juntos desde que un día Chullo saco su pinkuyo en el Centro Folclórico del Magisterio, Charango desenfundó su charango, Chara su quena, Elisa su mandolina, Nina su voz  y yo mi guitarra. Luego se integraría Palomino, “el director” y Manuelcha.  Nos placía reunirnos casi cada domingo a comer, conversar y tocar juntos.

Al principio era difícil ensamblar un huayno con Chullo. Palomino, quien  había estudiado música clásica y tenía formación académica, determinó que había una fracción de tiempo que Chullo se “comía” y hacia que perdiéramos el “tempo”. Muchas veces tuvimos que repetir una canción para tratar de establecer el ritmo correcto. Pero no podíamos cuadrar el tiempo de la frase. Era como si un suspiro se le escapara a Chullo, una honda respiración que tomaba su curso y alargaba la melodía fuera del tiempo regulado por el metrónomo. Cuando Chullo tocaba, entraba en trance y su ojo bizco se volteaba y el ojo bueno orbitaba todo el globo ocular. No tuvimos más que aprender, los “académicos”, a tocar la música ancestral como la tocaba Chullo, con otro tiempo, no con el occidental sino con el nuestro, el andino.

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