Cuando era niño veía seriales de vaqueros en la televisión. Me apenaba que
los soldados mataran a los indios y me alegraba cada vez que ellos mataban a un
soldado. Cada disparo de rifle del soldado era un indio muerto. Asi mataban a
muchos indios. Yo no era blanco, no tenía el pelo rubio ni los ojos azules. Y
mi piel tenía el color de indios comanches o los siux. ¿Cómo iba a simpatizar
con esas muertes? Veinte años después Chullo me contaba que sentía lo mismo que
yo, cuando veía la tele allá en su pueblo de Chillca.
-Es
que tu tienes alma de indio pero corazón de misti – me describió Chullo.
-El
indio es aguerrido, es bravo, colérico y vengativo – agregó
Chullo.
No lo
refute, entendí que sabía más de la naturaleza del indio que yo.
Estábamos ensayando algunos huaynos en la casa de Palomino en la Corporación
del Agustino. Nos animamos a practicar juntos desde que un día Chullo saco su
pinkuyo en el Centro Folclórico del Magisterio, Charango desenfundó su
charango, Chara su quena, Elisa su mandolina, Nina su voz y yo mi guitarra. Luego se integraría
Palomino, “el director” y Manuelcha. Nos
placía reunirnos casi cada domingo a comer, conversar y tocar juntos.
Al principio era difícil ensamblar un huayno con Chullo. Palomino, quien
había estudiado música clásica y tenía
formación académica, determinó que había una fracción de tiempo que Chullo se
“comía” y hacia que perdiéramos el “tempo”. Muchas veces tuvimos que repetir
una canción para tratar de establecer el ritmo correcto. Pero no podíamos
cuadrar el tiempo de la frase. Era como si un suspiro se le escapara a Chullo,
una honda respiración que tomaba su curso y alargaba la melodía fuera del
tiempo regulado por el metrónomo. Cuando Chullo tocaba, entraba en trance y su
ojo bizco se volteaba y el ojo bueno orbitaba todo el globo ocular. No tuvimos más
que aprender, los “académicos”, a tocar la música ancestral como la tocaba
Chullo, con otro tiempo, no con el occidental sino con el nuestro, el andino.
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