Al día siguiente Cecilia me pidió ir al zoológico.
-¿Te gustan los animales? –Me preguntó.
-Claro. Me gustan los felinos.
-¿Y las aves?
-También me gustan pero a la brasa, acompañadas de
papas fritas.
-¡No! ¡Qué
cruel!
-Sí y te confieso que a veces quiero comerte, comerte
de verdad, morderte con mis dientes y tragarte enterita.
-Te diría que eres un caníbal.
-No, no te comería por hambre.
-Sino, ¿entonces? ¿Por gusto?
-Por amor.
-¡Oh vaya! Así si dejaría que me comas, claro.
-Te mordería tiernamente y te tragaría con dulzura.
No, no, miento, no es así. Lo que siento es que quiero tenerte dentro de mí,
saciarme de ti, aunque teniéndote dentro, estallaría.
-Entonces, no dejaré que me comas. A propósito, hablar de
comer me ha dado hambre. ¿Vamos a comer?
-Si pero vámonos volando.
-¿Volando?
-Sí, volando. Podemos volar alto, bien alto, hasta las
estrellas.
-¿Es posible?
-Claro, recuerda que estamos soñando.
-A veces no me parece.
-¿Verdad?
-No sé. Siento, o de repente quiero sentirlo así, que
todo es real.
-Tienes razón. Si te viera en la realidad pensaría que
estaría soñando.
-¿Quisieras que viviéramos en la realidad?
Tuve la impresión que esa pregunta era atrevida,
viniendo de Cecilia. Pensé, ¿qué tal si le digo que sí? ¿Qué diría? Dudé, dudé mucho para contestarle. Estábamos allí,
juntos, viéndonos, disfrutando de nuestra compañía, queriéndonos. No quería perder
todo eso, no quería perderla. Talvez debería desviar esa conversación.
-Sí, ¿y tú? Le respondí.
-Me miró
profundamente y se quedó callada. Bajo la vista y luego volvió a mirarme. Y con
una voz suave y calmada dijo
-Yo también.
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