Manuelcha entro último al grupo musical pero fue el primero que se
fue. Tocaba quena, antara, pinkuyo y hacia el coro. Era de Huancavelica, de mediana estatura, su
color era de barro, de tono arcilloso. Su cuerpo era compacto, las piernas
cortas, los brazos más largos. La espalda levemente encorvada y musculosa. Su cuello
era breve y su cabeza grande. Tenía el rostro una perenne actitud de queja. Sus
manos eran descomunalmente grandes, sus dedos alargados y nudosos, era una
estatua de Mérida. Cuando caminaba por la calles de Lima alzaba exageradamente
los pies, como ascendiendo pues estaba acostumbrado a subir cerros. Con un espíritu
vivo, vital, era realmente un supay huapasi tusak, un poseído por un wamani.
¡No, no! Este layqa no llevaba ni tijeras ni tampoco vestimenta
ornamental. Había caído a esta Lima a demostrar su condición de danzaq secular.
Y podría haberse traspasado el cuerpo con agujas y espinas y subirse a las
torres de la catedral. Pero desconocía el dolor y entre nosotros se hizo mortal,
para su mal.
Recuerdo la primera vez que te vi. Usabas tus ojotas de llanta,
pantalón pasa río y tu camisa kaki. Todo tu cuerpo estaba empaquetado de fibras
de músculos y tendones. Eras ostentoso e exultante, indio lleno de vitalidad y
alegría. Me hacías acordar al “Gigante de Paruro” de Chambi. Si, eras jovial y
risueño; talvez porque no te dabas cuenta que eras pobre y encima indio o
talvez porque te diste cuenta de todo eso pero entendías que no importaba nada.
Por eso eras más rico que nosotros, más íntegro y más sabio. Sé que muchos te
despreciaban, por tu condición de serrano y tu ignorancia de no postrarte. Al
contrario, te mostrabas cándido, orgulloso y altanero.
¿Recuerdas hermano cuando cantamos el “Aleluya” de Tomás Luis de
Victoria? ¿Y el “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara? Éramos muy jóvenes y sin
saber solo presentíamos que “la vida es eterna en cinco minutos”. Nos
emocionaba tanto que casi todos terminábamos llorando.
Tu voz bronca de bajo soportaba a las contraltos y sopranos. Cuantas
gracias dábamos nosotros los tenores y barítonos de contar contigo ¡Cuánto nos
deleitaba el cantar contigo! Ahora, estoy aquí, frente a tu ataúd, lamentando,
apenado, que no cantes más. ¡Como pajita te has ido!
Recuerdo que una vez no nos dejaron cantar en el Club de la Unión,
porque no teníamos terno. Y no fueron los dueños del club los que nos
impidieron entrar, fue nuestra propia gente, los directivos del coro. Peleé y
apelé, pero la directiva impuso su razón.
-¡Que como van a entrar así! Esta es una presentación formal ante las autoridades
del país.
-¡Al diablo con las autoridades del país!- les dije.
- Kanchari, hermanito, déjalo así- me dijiste. Y yo no sabía
porque me llamabas por mi apellido materno, si todos me llamaban Israel.
Recuerdo que me llevaste al centro cultural Huancayo y
danzamos el Huaylas y la Chonguinada. Y
tus movimientos eran ágiles y elásticos y tus pasos eran imponentes y retumbaban
en la tierra apisonada. Y tu risa de vizcacha se agudizaba mientras más chicha
bebías.
Recuerdo que pregunte que te pasó, quien te mató. Me dijeron que
en la plaza de Huanupata hablaste de más. ¿Decir la verdad es hablar de más? Me
dijeron que tres policías te llevaron a las afueras de la ciudad y en el camino
a Jauja te ultimaron. Tus padres recogieron tu cuerpo que sepultaron
silenciosamente.
Ahora frente a ti, recuerdo tu verdadero nombre, Manuel Mamani
Condori. Y ahora entiendo porque me llamabas Kanchari. Entiendo ahora que no
era para avergonzarme. Si no para que
sepa quién soy en realidad.
“Lo
heroico es buscar la verdad”
En tu casa, a tu mama Justina le pregunto. Me mira con un alma
seca de lágrimas y lánguidamente baja la mirada. A tu hermana mayor, a Ester,
le pregunto de ti, tú que eras su esperanza, el único que fue a la universidad.
-No sé.
Y su s palabras se desprenden de sus labios, rozan mi rostro y
caen al suelo y se desvanecen
-¿Te sirvo algo? ¿Un café?
Sus preguntas salen de su lóbulo frontal, no viene del corazón.
Y me siento al filo de un tablón que funge de comedor y el agua
que trata de hervir, en el fogón, no es suficiente para calentar el alma.
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Foto: El Gigante de Paruro - Manuel Chambi
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