Iba pensativo, por
las calles del Porvenir pensando prematuramente, a mi edad, del devenir, del
futuro, del porvenir, de la vida. Todos esos pensamientos se deslizaban a mi
mente, ante un proyector silencioso, en ondas luminosas, a veces tenues, veces inquietantes.
Estaba en esas
cavilaciones cuando, de pronto, de en medio del coliseo salió una voz, de la
garganta de una mujer, vestida de traje típico. Era una voz bien extraña,
grave, raspante, que emanaba desde las profundidades de un espíritu. Cantaba
como quejándose, como si se desgarrara por dentro. Unos músicos con
instrumentos de viento la acompañaban. La gente rabiaba, enardecida cuando
cantaba esa mujer; había mucha fuerza y tensión en su arte, su canto podía
haber abierto la tierra en dos.
Después supe que se
llamaba Flor Pucarina, pues su nombre estaba escrito en la pared. Sin saber, esa
visión se me quedo grabada en mi mente cuando tenía seis años y fui con mi mamá por La Parada, para hacer el mercado. La volví
a ver muchos años después, pero ya desde lejos, en el Teatro Municipal. Allí,
con pícara coquetería y
frente a todos, contó las doce polleras
que llevaba.
La vi unos años
después, durmiendo el sueño eterno. Iba en andas de su pueblo, en procesión,
llevada por millares de provincianos, por las calles de una Lima, que se identifica
con ella. Los criollos, los que se creían criollos, la “pituquería” y los que
se creían pitucos se preguntaban ellos mismos quién era esa, que arrastraba a la masa de gente del
pueblo en devoción y dolor por la difunta. Esa era Flor Pucarina y la quisieron
porque ella vivió y sufrió como uno de ellos.
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