Cuando mi abuelo me contaba algo lo hacía hablando en
plural. Decía “teníamos”, “éramos”, verbos traídos de pasajes de su pasado, los extraía
de un remoto ayer, como si los hubiera vivido en grupo, como si mi abuelo fuera
el depositario de la memoria de un pueblo. Ósea tácitamente hablaba de nuestro
pueblo. A mis seis años, aquel viejo era un árbol leñoso de cuarteada corteza
con una voz que le venía de las profundidades de la tierra, a la cual estaba
regresando poco a poco, de día en día, sino en horas.
Era de Ayacucho y quechua hablante. Más que indígena
tenía la facha de un morochuco, con barba blanca que me hincaban como espinas.
Yo le prestaba atención, mejor dicho, pretendía prestarle atención. Yo estaba más
ansioso en la espera de cuando me daría los veinte centavos para comprarme las duras,
quemaditas y dulces galletitas de jengibre. Pero lo que si me quedo grabado en
mi memoria era su odio a los españoles por las matanzas de nuestra gente, la
destrucción de nuestra cultura y el robo del oro y plata, “pa’ eso no más
vinieron” y a los chilenos por el saqueo de la Biblioteca Nacional, el incendio
de Chorrillos y el robo de Arica y Tarapacá. De eso se quejaba con cólera mi
abuelo, siempre. Y su angustia y rencor por esos hechos estaban presentes en su
vida, por un pasado que para mi abuelo fue ayer nomas.
Parece que yo vengo más de él.
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