domingo, 11 de febrero de 2018

Una memoria inalterable


Cuando mi abuelo me contaba algo lo hacía hablando en plural. Decía “teníamos”, “éramos”, verbos  traídos de pasajes de su pasado, los extraía de un remoto ayer, como si los hubiera vivido en grupo, como si mi abuelo fuera el depositario de la memoria de un pueblo. Ósea tácitamente hablaba de nuestro pueblo. A mis seis años, aquel viejo era un árbol leñoso de cuarteada corteza con una voz que le venía de las profundidades de la tierra, a la cual estaba regresando poco a poco, de día en día, sino en horas.
Era de Ayacucho y quechua hablante. Más que indígena tenía la facha de un morochuco, con barba blanca que me hincaban como espinas. Yo le prestaba atención, mejor dicho, pretendía prestarle atención. Yo estaba más ansioso en la espera de cuando me daría los veinte centavos para comprarme las duras, quemaditas y dulces galletitas de jengibre. Pero lo que si me quedo grabado en mi memoria era su odio a los españoles por las matanzas de nuestra gente, la destrucción de nuestra cultura y el robo del oro y plata, “pa’ eso no más vinieron” y a los chilenos por el saqueo de la Biblioteca Nacional, el incendio de Chorrillos y el robo de Arica y Tarapacá. De eso se quejaba con cólera mi abuelo, siempre. Y su angustia y rencor por esos hechos estaban presentes en su vida, por un pasado que para mi abuelo fue ayer nomas.

Parece que yo vengo más de él.

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