miércoles, 22 de febrero de 2017

Cecilia XXIII


Estaba sentado en la banca del jardín donde nos vimos Cecilia y yo la primera vez. Me puse a pensar en lo que sucedió en el café. Me pareció glorioso, un placer inesperado, una gloria alcanzada. Pero no sabía cómo reaccionar, si debía decirle algo o comentar algo. Aunque, todo estaba bien para mí. ¿Acaso era necesario palabras? ¿O sí? Una canción francesa, Non, je ne regrette rien  daba vueltas en mi mente que me hizo cantar “¡No! nada de nada, ¡no! no lamento nada, ni el bien que me han hecho, ni el mal”.
Entonces la vi venir por el camino de flores que conducía hasta aquí. Venía con un vestido blanco de mangas cortas, más abajo de las rodillas y unas sandalias marrones, Llevaba el pelo suelto con un pequeño cerquillo ondulado sobre la frente. La mire desde lejos mientras ella miraba las flores. Estando más cerca me miro y sonrió.
-Hola –me dijo
-Hola amor, ¿Cómo estás? –mi voz respondió.
-Muy bien, ¿y tú?
-Te veo y estoy bien.
-Ósea que soy tu doctora.
-La que me cura y la que me enferma si no te veo.
-¿Tanto poder tengo?
-Puedes destruir y construir mi mundo las veces que quieras.
-No suena muy bonito eso.
-Puedes, pero no lo haces y eso es lo bueno.
-De lo que te libras.
Nos quedamos en silencio un breve momento
-¿Quieres ir a alguna parte?
-Quedémonos aquí.
-¡Fenomenal!
-Quiero preguntarte algo.
-Pregunta.
-Tú dices que me quieres, ¿no?
-Por supuesto, te quiero mucho.
-¿Cuánto es mucho?
-Es mucho porque mi amor no tiene límites, se extiende y desborda mi corazón y se sale fuera de mi cuerpo y de allí a todo el universo. No lo puedo medir porque no tiene medida. Cuando miro al cielo, en la noche, mi amor por ti alcanza a las estrellas que brillan en el infinito. Pero no es solo un sentimiento lo que me impulsa a querer que seas feliz. Es la razón que me motiva a hacer todo lo posible para que seas feliz. Porque si tú eres feliz yo soy feliz y si estas triste, tu tristeza es la mía. Al final, gracias a ti yo vivo, sin ti, solo existo.
La miré a los ojos, me miró y bajó levemente su mirada. Hubo un silencio y luego Cecilia habló.
-Te pregunté porque quería que sepas que yo también te quiero.
Y volteando su vista hacia mí, nos abrazamos los dos.

Al fin oí lo que creí imposible de escuchar; que de sus labios fluyeran palabras mágicas que me elevaran del suelo y me sostuvieran en el aire, en un estado de exaltación sublime. He allí que hoy puedo dar testimonio que el amor es un regalo divino de Dios al ser humano.



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