La conocí en El Paraíso, en un
recodo de la playa. Tenía una figura tan frágil que sus pies descalzos apenas
dejaban alguna huella en la arena. Su piel bronceada era acariciada por un lino
blanco que el viento ondulaba sobre su cuerpo, que descubría provocativa sus
dorados muslos.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Me llamo Virginia, pero aquí me conocen como Reyna —
me dijo, y yo le creí. Perdí el habla por un momento y solo me quedé mirándola.
El delirio fue verla trotar a la vera del mar sobre un alazán brioso, como una
amazona, cuando las mujeres reinaban sobre la tierra.
Le dije que quería ser su vasallo o su caballero, si
ese don me concedía y rió de pura gracia. Era un gusto ver sus aperlados
dientes brillar en cada sonrisa que esgrimía. Era una delicia apreciar cada
mohín, cada mueca que hacía su boca sensual. Pero lo que más me turbó y
conmovió de ella fue una extraña sensación de beatitud, de santidad, de
divinidad que expelía su ser. Y me daban ganas de reverenciarla, de adorarla y
rendirle mi devoción. Y no era su actitud la que la provocaba, pues era
fraternal criatura, sencilla, sociable y sincera. No, era un halo que se
desprendía de su interior y que me atraía hacia lo profundo de su ser; tocaba
mi corazón y me causaba una paz celestial. Y mi corazón, como un ruiseñor en
sus manos, temblaba agitado de tanta bondad. Me sentía un santo a su lado.
Nada más al día siguiente la llamé a su casa.
— ¡Hola! Te habla Josep. Nos conocimos ayer en El
Paraíso —le dije.
—¡Hooolaa! —me respondió— ¡Qué sorpresa!
Su voz sonó cantarina y musical, tan suave y tierna,
sus palabras se deslizaban por un imaginario pentagrama en mi cabeza.
—Disculpa que me atreva a llamarte así, sin permiso y
de improviso.
—No te preocupes y gracias por llamarme. Pero tengo
que decirte algo desde el principio, pues quiero ser sincera. Soy casada y
tengo dos niños.
—Perdona; no quiero importunarte ni causarte
problemas.
—No te preocupes, quería que lo supieras; por lo
demás, me da mucho gusto que me hayas llamado. Me gusta tener amigos.
—Gracias. Solo quería decirte que la pasé muy bien
ayer y me sentí muy encantado de conocerte y… que… pues, que eres muy bella, si
puedo decir eso.
—Gracias por el halago, que si me hubieras dicho que
era fea, eso si hubiera sido censurable.
— ¿Cuándo volverás a El Paraíso?
—No estoy segura cuándo; pero… de seguro me gustaría.
—Espero volverte a ver pronto.
—También yo.
Y me despedí de ella extremadamente emocionado. Estuve
midiendo mis palabras todo el rato, conteniendo el aire, para sentir su
respiración, para escuchar nítidamente su entonación. Me gustaba esa voz, esa
dulce voz melosa, tersa, acariciante. Esperé tres días antes de volverla a
llamar. No quería traspasar fronteras ajenas, límites prohibidos. Por eso,
pensé bien a qué hora llamar, qué decir, qué impresión dar, qué excusa argüir.
Armándome de un valor que hablando con ella se
desvanecía, marqué su número. — ¡Hola! ¿Cómo estás? Soy Josep.
— ¡Hola! ¿Cómo te ha ido?
— ¡Muy bien! —Exageré la entonación —Quería saber
cómo estabas.
—No muy bien. Fíjate que en estos últimos días no me
he sentido muy bien. Tuve un acceso de asma que no me dejaba respirar bien.
—Lo siento mucho —dije apenado. Su voz se oía
enronquecida— Espero que no sea grave y que estés mejor pronto.
—Bueno, ya me
pasó la crisis y me siento un poco mejor.
— ¿Sabes? Desde ese día no dejo de pensar en ti, en lo
bien que lo pasamos y de lo mucho que anhelo volver a verte.
—No sé cuándo estaré del todo bien para volver a
salir.
La dejé. Me quedé apenado, deseando profundamente que
se aliviase pronto. Al día siguiente retorné a El Paraíso más que nada para
recordarla, para imaginar la silueta de ella hollando la arena con sus pies
descalzos. Y caminé los mismos pasos, anduve por las mismas pisadas dadas. Y
hablé y gesticulé, y repetí el diálogo que tuvimos, usando las mismas palabras
dichas antes. Y así estuve hablando a las sombras que aún permanecían allí. Y
amé la arena y la playa y el sol y el cielo del paraíso. Al salir, caminé por
una estancia donde estaban guardados recordatorios de eventos y trofeos
diversos de torneos de equitación. En un marco descubrí su foto recibiendo un
premio que rodeaba con sus desnudos brazos. La desprendí y me la llevé.
Pasaron los días y aún mantenía intensamente su
recuerdo en mi mente. Revivía las imágenes de Reyna en mi mente y me placía
escuchar su voz una y otra vez en mi oído. Algo me atraía hacia ella y no podía
definir qué; algo que me henchía de vida y me hacía sentir pleno y total.
La llamé a la semana siguiente, después de haber
sufrido la angustia de quererla callada, silenciosamente, sin que ella, el
origen de mi angustia, lo supiera. Pero no iba a ser así más.
—Tengo que confesarte algo… y es que siento por ti
algo extraño que vive dentro de mí desde que te vi, pero que no sé definir.
Creo que si dijera que te amo sería insuficiente. Ruego por favor que no me cuelgues
por haberte dicho eso.
— ¡Me sorprendes! Pero no te voy a colgar.
—Es que no puedo ocultar más este sentimiento.
—Pero… es que te he contado mi situación y lo que me
dices…es ¡inesperado!
—No te digo por algo, por algo a cambio. Solo quería
que supieras que el pensar en ti me infunde una fuerza vivificante y hermosa
que hace grata mi vida.
—De verdad, aprecio lo que dices y te doy las gracias;
pero…
—Es que quiero que sepas que algo parte de ti… y se
introduce en mi pecho, hondo y profundo… que traspasa el amor y la pasión y me
hace sentir… vida, vida desconocida, tenue y leve pero poderosa y real y que no
puede venir más que de tu espíritu.
—Dices cosas lindas y maravillosas. De verdad estoy
agradecida por tus palabras. —Es algo que me impulsa desde adentro a decirlas.
— No sigas que me da pena.
—Te contaré que tengo tu foto. La encontré en El
Paraíso.
— Imagino de donde la tomaste.
—Sí, me paso el tiempo viéndola. Me dan ganas de
ponerla en un altar y adorarte como una virgen, como a la virgen María.
— ¡Qué extraño!
— ¿Por qué? Así es como te siento… como la virgen.
—Yo hacía el papel de la Virgen María en el colegio…
todos los años.
— ¡Pero si eres una virgen!
—Gracias; pero no soy una santa.
— ¡Me alegra que no lo seas!
—De verdad, otras personas me han dicho eso.
— ¿Qué?
—Que me parezco a la virgen María.
—Eso prueba que digo la verdad.
— ¡Que coincidencia!
Y sin saber por qué y para qué, le dije
— Tú tienes una figura de la virgen en tu casa.
— ¿Ah?
—Una estatua de la virgen, en tu casa.
— ¡Sí! ¡Es verdad! Es verdad. Es inmensa, de tamaño
natural y está en el patio interior junto a un pequeño jardín...
—Que da a tu cuarto…
— ¿Cómo lo sabes?
— ¡No lo sé!... solo lo dije.
— ¡Qué extraño!... ¡Me asusta!
—Tal vez solo lo presentí…
Y así, olvidé este hecho. Y así, fácilmente
aceptamos algo sobrenatural, acaso porque en el fondo se acepta como parte constitutiva
de la realidad. Es de ese modo que se olvida la visión de un fantasma, unos
objetos que se mueven, unas voces que nadie más escucha, el tintinear de
campanitas en la soledad…
Tres veces toqué la puerta.
Ella abrió.
—Josep, ¿qué haces aquí?
—Pasaba por aquí y decidí visitarte. Discúlpame si te
importuno.
—No, entra.
—No pienses que soy un insensato por venir a verte
así, de pronto. Es algo mucho más fuerte que mi voluntad, que me llama a desear
verte, a pensar en ti y quería decírtelo como un desahogo, para ver si así se
aquieta mi alma.
Allí la tenía, frente a mí. Su menuda figura, tan
delicada, tan tenue su presencia, pero que abarcaba tremenda energía, me
atraía.
—Quería que sepas cuán necesitado estoy de ti… ¡Sí!...
¡te necesito, necesito de ti! Hoy que me duele vivir. No más tú, tan divina…
angelical… como la virgen, puede reconfortar esta alma desolada.
Acerqué mis labios a su pálida mejilla y, rozándola
suavemente, la besé.
—Solo quería sentirte cerca... y embriagarme en tu
aliento.
Y mis labios volaron hacia la otra mejilla.
—Porque eres tan divina.
Y deslicé mis labios hacia el nacimiento de su boca y
le di un beso.
—Eres tan vital.
Y mis labios acariciaron su rostro, bordearon su
lineal nariz y abrigaron sus párpados cerrados y entibiaron su pálida frente.
Mis brazos se extendieron y abrazaron su cuerpo inerme, quieto. Mis manos se
entrecruzaron en su cintura mientras mi boca descendía por su leve y vencido
cuello. Ella empezó a temblar como gacela en las garras de un león, conteniendo
su respiración, mientras que mis dedos buscaron su cálida piel bajo la blusa
discreta. Mi boca lamía el dorso de su cuello y mis manos alcanzaron sus tibios
pezones cuando un suspiro quedo, inaudible, casi escapó de su boca. La llevé
hasta su habitación, la tendí sobre el lecho y, desnudándola suavemente, besé
todo su cuerpo. Me sentí extasiado, emocionado hasta el límite de la conciencia.
Fue mi amor ola amenazante y tormentosa que golpea sucesivamente la playa para
convertirse lentamente en quieto remanso. Más en la penumbra del sueño, la voz
de ella me inquirió permanecer.
—No te levantes, ahora. Yo…
Y ella se alzó sobre mí. Sus manos descendieron hacia
mi vientre y tomaron una flor, cálida y rosa, sus dedos recorrieron su largo
pistilo, la acercó a su rostro, la acarició con sus labios, murmurándole,
hablándole suave. Estuvo un largo rato, un atemporal instante, poseyendo, dominando,
enloquecida, poseída, trastornada. Luego se levantó. Incrédulo, busqué su
mirada. Ella, desnuda toda, frente a mí, me miró de soslayo, mostrándome toda su
perfilada y blanca desnudez. Su rostro reflejaba un angelical placer. Me retiré aún ido, flotando
en el aire.
Saliendo de la casa, mi vista
de pronto tropezó con la presencia imponente y majestuosa de una virgen en su
pedestal, que esquivaba mi mirada inclinando sus ojos entrecerrados hacia el
suelo, humildemente, avergonzada. La visión me encegueció, el aurea de la
marmórea imagen me estremeció.
Compuesto, me alejé tambaleante, con una extraña
sensación de gozo y… de haber pecado.
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