domingo, 21 de enero de 2018

Virginia


                                                
La conocí en El Paraíso, en un recodo de la playa. Tenía una figura tan frágil que sus pies descalzos apenas dejaban alguna huella en la arena. Su piel bronceada era acariciada por un lino blanco que el viento ondulaba sobre su cuerpo, que descubría provocativa sus dorados muslos.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Me llamo Virginia, pero aquí me conocen como Reyna — me dijo, y yo le creí. Perdí el habla por un momento y solo me quedé mirándola. El delirio fue verla trotar a la vera del mar sobre un alazán brioso, como una amazona, cuando las mujeres reinaban sobre la tierra.
Le dije que quería ser su vasallo o su caballero, si ese don me concedía y rió de pura gracia. Era un gusto ver sus aperlados dientes brillar en cada sonrisa que esgrimía. Era una delicia apreciar cada mohín, cada mueca que hacía su boca sensual. Pero lo que más me turbó y conmovió de ella fue una extraña sensación de beatitud, de santidad, de divinidad que expelía su ser. Y me daban ganas de reverenciarla, de adorarla y rendirle mi devoción. Y no era su actitud la que la provocaba, pues era fraternal criatura, sencilla, sociable y sincera. No, era un halo que se desprendía de su interior y que me atraía hacia lo profundo de su ser; tocaba mi corazón y me causaba una paz celestial. Y mi corazón, como un ruiseñor en sus manos, temblaba agitado de tanta bondad. Me sentía un santo a su lado.
Nada más al día siguiente la llamé a su casa.
— ¡Hola! Te habla Josep. Nos conocimos ayer en El Paraíso —le dije.
—¡Hooolaa! —me respondió— ¡Qué sorpresa!
Su voz sonó cantarina y musical, tan suave y tierna, sus palabras se deslizaban por un imaginario pentagrama en mi cabeza.
—Disculpa que me atreva a llamarte así, sin permiso y de improviso.
—No te preocupes y gracias por llamarme. Pero tengo que decirte algo desde el principio, pues quiero ser sincera. Soy casada y tengo dos niños.
—Perdona; no quiero importunarte ni causarte problemas.
—No te preocupes, quería que lo supieras; por lo demás, me da mucho gusto que me hayas llamado. Me gusta tener amigos.
—Gracias. Solo quería decirte que la pasé muy bien ayer y me sentí muy encantado de conocerte y… que… pues, que eres muy bella, si puedo decir eso.
—Gracias por el halago, que si me hubieras dicho que era fea, eso si hubiera sido censurable.
— ¿Cuándo volverás a El Paraíso?
—No estoy segura cuándo; pero… de seguro me gustaría.
—Espero volverte a ver pronto.
—También yo.
Y me despedí de ella extremadamente emocionado. Estuve midiendo mis palabras todo el rato, conteniendo el aire, para sentir su respiración, para escuchar nítidamente su entonación. Me gustaba esa voz, esa dulce voz melosa, tersa, acariciante. Esperé tres días antes de volverla a llamar. No quería traspasar fronteras ajenas, límites prohibidos. Por eso, pensé bien a qué hora llamar, qué decir, qué impresión dar, qué excusa argüir.
Armándome de un valor que hablando con ella se desvanecía, marqué su número. — ¡Hola! ¿Cómo estás? Soy Josep.
— ¡Hola! ¿Cómo te ha ido?
— ¡Muy bien! —Exageré la entonación —Quería saber cómo estabas.
—No muy bien. Fíjate que en estos últimos días no me he sentido muy bien. Tuve un acceso de asma que no me dejaba respirar bien.
—Lo siento mucho —dije apenado. Su voz se oía enronquecida— Espero que no sea grave y que estés mejor pronto.
 —Bueno, ya me pasó la crisis y me siento un poco mejor.
— ¿Sabes? Desde ese día no dejo de pensar en ti, en lo bien que lo pasamos y de lo mucho que anhelo volver a verte.
—No sé cuándo estaré del todo bien para volver a salir.
La dejé. Me quedé apenado, deseando profundamente que se aliviase pronto. Al día siguiente retorné a El Paraíso más que nada para recordarla, para imaginar la silueta de ella hollando la arena con sus pies descalzos. Y caminé los mismos pasos, anduve por las mismas pisadas dadas. Y hablé y gesticulé, y repetí el diálogo que tuvimos, usando las mismas palabras dichas antes. Y así estuve hablando a las sombras que aún permanecían allí. Y amé la arena y la playa y el sol y el cielo del paraíso. Al salir, caminé por una estancia donde estaban guardados recordatorios de eventos y trofeos diversos de torneos de equitación. En un marco descubrí su foto recibiendo un premio que rodeaba con sus desnudos brazos. La desprendí y me la llevé.
Pasaron los días y aún mantenía intensamente su recuerdo en mi mente. Revivía las imágenes de Reyna en mi mente y me placía escuchar su voz una y otra vez en mi oído. Algo me atraía hacia ella y no podía definir qué; algo que me henchía de vida y me hacía sentir pleno y total.
La llamé a la semana siguiente, después de haber sufrido la angustia de quererla callada, silenciosamente, sin que ella, el origen de mi angustia, lo supiera. Pero no iba a ser así más.
—Tengo que confesarte algo… y es que siento por ti algo extraño que vive dentro de mí desde que te vi, pero que no sé definir. Creo que si dijera que te amo sería insuficiente. Ruego por favor que no me cuelgues por haberte dicho eso.
— ¡Me sorprendes! Pero no te voy a colgar.
—Es que no puedo ocultar más este sentimiento.
—Pero… es que te he contado mi situación y lo que me dices…es ¡inesperado!
—No te digo por algo, por algo a cambio. Solo quería que supieras que el pensar en ti me infunde una fuerza vivificante y hermosa que hace grata mi vida.
—De verdad, aprecio lo que dices y te doy las gracias; pero…
—Es que quiero que sepas que algo parte de ti… y se introduce en mi pecho, hondo y profundo… que traspasa el amor y la pasión y me hace sentir… vida, vida desconocida, tenue y leve pero poderosa y real y que no puede venir más que de tu espíritu.
—Dices cosas lindas y maravillosas. De verdad estoy agradecida por tus palabras. —Es algo que me impulsa desde adentro a decirlas.
— No sigas que me da pena.
—Te contaré que tengo tu foto. La encontré en El Paraíso.
— Imagino de donde la tomaste.
—Sí, me paso el tiempo viéndola. Me dan ganas de ponerla en un altar y adorarte como una virgen, como a la virgen María.
— ¡Qué extraño!
— ¿Por qué? Así es como te siento… como la virgen.
—Yo hacía el papel de la Virgen María en el colegio… todos los años.
— ¡Pero si eres una virgen!
—Gracias; pero no soy una santa.
— ¡Me alegra que no lo seas!
—De verdad, otras personas me han dicho eso.
— ¿Qué?
—Que me parezco a la virgen María.
—Eso prueba que digo la verdad.
— ¡Que coincidencia!
Y sin saber por qué y para qué, le dije
— Tú tienes una figura de la virgen en tu casa.
— ¿Ah?
—Una estatua de la virgen, en tu casa.
— ¡Sí! ¡Es verdad! Es verdad. Es inmensa, de tamaño natural y está en el patio interior junto a un pequeño jardín...
—Que da a tu cuarto…
— ¿Cómo lo sabes?
— ¡No lo sé!... solo lo dije.
— ¡Qué extraño!... ¡Me asusta!
—Tal vez solo lo presentí…
Y así, olvidé este hecho. Y así, fácilmente aceptamos algo sobrenatural, acaso porque en el fondo se acepta como parte constitutiva de la realidad. Es de ese modo que se olvida la visión de un fantasma, unos objetos que se mueven, unas voces que nadie más escucha, el tintinear de campanitas en la soledad…
Tres veces toqué la puerta. Ella abrió.
—Josep, ¿qué haces aquí?
—Pasaba por aquí y decidí visitarte. Discúlpame si te importuno.
—No, entra.
—No pienses que soy un insensato por venir a verte así, de pronto. Es algo mucho más fuerte que mi voluntad, que me llama a desear verte, a pensar en ti y quería decírtelo como un desahogo, para ver si así se aquieta mi alma.
Allí la tenía, frente a mí. Su menuda figura, tan delicada, tan tenue su presencia, pero que abarcaba tremenda energía, me atraía.
—Quería que sepas cuán necesitado estoy de ti… ¡Sí!... ¡te necesito, necesito de ti! Hoy que me duele vivir. No más tú, tan divina… angelical… como la virgen, puede reconfortar esta alma desolada.
Acerqué mis labios a su pálida mejilla y, rozándola suavemente, la besé.
—Solo quería sentirte cerca... y embriagarme en tu aliento.
Y mis labios volaron hacia la otra mejilla.
—Porque eres tan divina.
Y deslicé mis labios hacia el nacimiento de su boca y le di un beso.
—Eres tan vital.
Y mis labios acariciaron su rostro, bordearon su lineal nariz y abrigaron sus párpados cerrados y entibiaron su pálida frente. Mis brazos se extendieron y abrazaron su cuerpo inerme, quieto. Mis manos se entrecruzaron en su cintura mientras mi boca descendía por su leve y vencido cuello. Ella empezó a temblar como gacela en las garras de un león, conteniendo su respiración, mientras que mis dedos buscaron su cálida piel bajo la blusa discreta. Mi boca lamía el dorso de su cuello y mis manos alcanzaron sus tibios pezones cuando un suspiro quedo, inaudible, casi escapó de su boca. La llevé hasta su habitación, la tendí sobre el lecho y, desnudándola suavemente, besé todo su cuerpo. Me sentí extasiado, emocionado hasta el límite de la conciencia. Fue mi amor ola amenazante y tormentosa que golpea sucesivamente la playa para convertirse lentamente en quieto remanso. Más en la penumbra del sueño, la voz de ella me inquirió permanecer.
—No te levantes, ahora. Yo…
Y ella se alzó sobre mí. Sus manos descendieron hacia mi vientre y tomaron una flor, cálida y rosa, sus dedos recorrieron su largo pistilo, la acercó a su rostro, la acarició con sus labios, murmurándole, hablándole suave. Estuvo un largo rato, un atemporal instante, poseyendo, dominando, enloquecida, poseída, trastornada. Luego se levantó. Incrédulo, busqué su mirada. Ella, desnuda toda, frente a mí, me miró de soslayo, mostrándome toda su perfilada y blanca desnudez. Su rostro reflejaba un  angelical placer. Me retiré aún ido, flotando en el aire.
Saliendo de la casa, mi vista de pronto tropezó con la presencia imponente y majestuosa de una virgen en su pedestal, que esquivaba mi mirada inclinando sus ojos entrecerrados hacia el suelo, humildemente, avergonzada. La visión me encegueció, el aurea de la marmórea imagen me estremeció.
Compuesto, me alejé tambaleante, con una extraña sensación de gozo y… de haber pecado.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario