sábado, 17 de diciembre de 2016

Cecilia XIII





Salí súbito del sueño, la persecución había sido extremadamente agotadora y me dolían las piernas de tanto correr. Había tratado de no salirme por no parecer débil pero atravesar Londres por el centro, el Palacio de Buckingham, cruzar Westminster Abby entre de multitud de visitantes de todas partes del globo en pleno mes de julio, con el sofocante calor del verano y esto, sin el sol en el firmamento. Si, tenía que salir.
Ya en mi cama, traté de recuperarme rápidamente pero al no poder hacerlo me tomé dos pastillas de vicodin y entré otra vez al sueño. Los tipos que me seguían en el sueño me estaban esperando. Apenas entré me tiraron a matar, entre la gente que pasaba, ¡no estaban jugando! Corrí por la calle WhiteHall que conducía a la Plaza Trafalgar donde se realizaba un mitin de trabajadores. Me escabullí entre ellos y me senté en el frio mármol de los bancos. Quieto allí recordé el paseo que hicimos Cecilia y yo en la Plaza. De repente la Plaza Trafalgar se hizo desoladamente grande. Me sentí triste y ya no quise pensar. Mas en ese momento mi mente se sumergió en un sentimiento puro de felicidad. Sentimiento único e intenso que tuve cuando paseé con Cecilia por aquí. Esa emoción me elevó en el aire, revoloteó mi corazón y me dejo caer. Solo la sentí, infinitamente fuera y dentro de mí.
            Un día en mi cuarto me pregunte como seria soñar con mi niñez, cuando tendría 3 o 4 años. Pues allí me dirigí.
Fui a una casa que reconocí era de mis abuelitos. Quedaba en la calle Washington, en Lima. Era una casa de estilo colonial. Recuerdo el patio donde alrededor se ordenaban los dormitorios. En una habitación encontré a mi mama con su hermana, mi tía Paulina. Estaban probándose unos sombreros y no se preocupaban de mí. Seguramente pensaban que era tan nene que cuenta me iba a dar de las cosas que sucedían a mí alrededor. ¡Craso error! Ellas hacían muecas frente a un espejo de pan de oro. El espejo tenía motivos florales. Lo recordé porque lo vi después, ya muy envejecido. Pero más recordé el color de la pared, un celeste colonial. No me gustaba porque era un color tenue, como si estuviera aguada la pintura para una pared de bloques grandes de barro puestos de cabeza. Pero me di cuenta que no era mi disgusto por el color de la pared. Era lo precario e inestable que sentí cuando vine al mundo.

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