Llegamos Chara y yo con los instrumentos al teatro Pardo y Aliaga para
una actuación cuando Chullo nos vio. Charlaba animosamente con Amanda Porcal en
el pasadizo que comunica a los vestuarios del teatro. Se le veía bien chuto y retaco ante la
espigada, alta y altiva Sofía Loren del folklore peruano. Amanda tenía el pelo teñido
de rubio que hacia contraste con su piel canela y sus ojos grandes aceitunados y
negros. Su cintura angosta se expandía generosamente en unas caderas anchas y
abultadas por las innumerables polleras que, como pétalos de la cebolla, la
hacían semejar a una flor invertida. Su figura terminaba en un fino contorno de
piernas y unos pequeños pies guardados en unos acharolados zapatos negros de
taco aguja.
Al vernos Chullo se puso más frenético que de costumbre. Escuchamos
su risa burlona, cachacienta y maliciosa mientras le tomaba la mano a Amanda.
La dejo y se acercó a nosotros, todo panudo, inflado como un pavo real.
-Kanchari, Amanda me pregunto por ti, que quién era mi amigo?
-¿Así?- dije mientras mire su silueta solitaria en el fondo del
escenario. Me dije para mí mismo –realmente esta buena-.
-Vamos Chullo, tenemos que repasar unas canciones-dijo Chara.
-Vamos pues.
Camino a nuestro camerino vi a Amanda de reojo, paseándose por el
tabladillo, como gata en celo.
Cuando vi a Chullo
noté que usaba sus clásicos zapatos negros, con suela volada. Los usaba para
toda ocasión, para actuar, para ensayar, para viajar, para subir cerros y hasta
para enamorar. Los tenía cuando lo conocí hace treinta años y los usaba hoy
cuando subió al ómnibus de la línea 55 que iba por la Avenida Perú. Eran anchos
como unas lanchas y curveados hacia arriba por el eterno caminar hacia
adelante. El cuero se había avejentado tanto que dejaba ver sus entrañas
blanquecinas. Algunas rajaduras habían sido saturadas en el tiempo por el barro.
¿Cómo le pudo haber durado tanto? Calculo que debe de haberlos cambiado la
suela más de treinta veces.
Eran las diez
de la mañana y el ómnibus estaba casi vacío. Nos sentamos atrás y Chullo
comenzó a hablar y a contarnos una historia. Estábamos animados pues tenía
tantas ocurrencias jocosas y estrambóticas. Sintiéndose cómodo Chullo cruza su
pierna derecha y la recostó sobre el muslo de la izquierda y siguió hablando
animoso, gesticulando, moviendo las manos y riendo. Pero los que estábamos
sentados frente a Chullo notamos algo en su zapato, un hueco en la planta. El
orificio pasaba la suela y Chullo le había puesto un cartón amarillo para
cubrirlo. No sé si Chullo se daba cuenta, porque aunque parecía que lo mirábamos
a él, era su zapato con hueco lo que cautivaba nuestra atención y mucho más
cuando meneaba el pie pues parecía que su zapato danzaba frente a nosotros.
Esos zapatos eran los mismos que tenía puesto Chullo
cuando fuimos a Chalaco, en la sierra norte de Piura, en Las Huaringas, en Pucallpa,
en la selva, en Mollendo, Arequipa, en el teatro Municipal y en el Segura. Los
mismos que llevaba cuando fuimos a tocar en la playa de Asia, cuando era una playa
de pescadores, de gente pobre y no un balneario pituco. Y eran los mismos con
que se paneaba y enamoraba a la bella Amanda Porcal.
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