Chuscada
Era fin de clases en la
universidad y los estudiantes acababan de tomar su último examen. Muchos
alumnos se quedaron en el aula conversando. Se veían ya mas calmados después
del estrés de la prueba. Y comenzaron a ayudarme a recoger los
exámenes.
-Muy voluntariosos, me dije.
Algunas clases habían llevado ayudas visuales, como máscaras, pinturas,
disfraces, arreglos. Todo eso tambien los estudiantes comenzaron a recolectarlo. En
el recojo, ya más relajados se pusieron las máscaras y hacían monólogos y
piruetas o improvisaban escenas y diálogos de acuerdo con la ropa. Una hizo de
María Antonieta y dijo:
— ¿Qué me vais a colgar, infames? ¿Qué no habéis leido en la Biblia
que no solo de pan vive el hombre? ¡Y qué más queréis, que os he ofrecido algo
más suntuoso y caro como este biscocho!
Y se levantó la larga falda hasta el pecho y mostró algo que no pude ver,
pues la rodeaban muchos estudiantes. Pero sí pude escuchar un hondo: « ¡Ohhhhh!»,
y luego unas risotadas.
Apenas recogidas las pruebas me las llevé a la oficina de archivos para
corregirlas luego. Pensé, ¿cuándo sería,
eso? En el torbellino de la parranda que se estaba armando no estaba seguro si
habría un mañana.
Terminado de recoger todos los escritos me uní al
vocerío. Los estudiantes habían tomado un corralón en la calle Tipuani donde
antes había un mercadillo llamado «El serrano». Dicen que sorprendieron al wachiman que respondió al toquido de la
puerta. Se le pusieron al frente dos exuberantes muchachas y entrando jalaron al zambo pa' la fiesta.
Entré a la penumbra formada por el humo de las
parrilladas horneadas que estaban cocinando y el de los cigarrillos, habanos y
mariguana que estaban fumando. Me aposté cerca de tres poetas tristes: Vallejo,
Unamuno y Cisneros. Algunos estudiantes bailaban en un salón mientras que
nosotros, impertérritos, nos posicionamos en la entrada. Nosotros, los poetas,
no nos mirábamos las caras pues estábamos hacienda guardia a la alegría, al
desenfreno, a la vida. Cuando terminó la danza salieron las parejas a tomar el
aire fresco. De pronto una mujer vino clamando:— ¡Pobre España, pobre España!
Y comenzaron a murmurar como si algo triste le hubiera pasado a
España.
Un hombre gritó:— ¡Vamos a bailar una mazurca por España! Gritaron unos.Y todos, cogidos de las manos, entraron otra vez al ruedo y levantando
los brazos los hombres y las faldas las mujeres, daban vueltas en la pista.
Solo nosotros cuatro, callados, montábamos guardia por España.
Dentro de mí me preguntaba ¿qué le habría pasado a
España?, que si un golpe de Estado, que si una revolución, que si los viscos se
habían separado, o los catalanes. Entre tanto entró un grupo de novelistas con
Juan Ramón Jiménez al frente. Traía unos trabajos hechos en hojalata y grabados
estaban los artistas más queridos de España. Y el grupo empezó a reconocer los
rostros de las casi cincuenta caras grabadas: Que este es Lorca, que este es
Miguel Hernández; no, que no lo es, que es Darío… ¡qué!
Salí un rato y caminé por la primera cuadra de Paseo
de la Republica. Al fondo venía corriendo Bedoya Reyes, ¿qué hacía allí?, me
dije. Bedoya trataba de cruzar la avenida y atrás lo perseguían dos personas.
Pasó al lado mío riendo como un loco.
En medio del paseo, casi frente al Sheraton, Mario Vargas Llosa relataba
su último cuento a un grupo de noctámbulos que uno a uno, se los llevaba el
viento. Al pasar cerca de él me profetizó:
— ¡No llegarás a ser nadie puesto que solo habrá un Mario! Seguí caminando y estaba por llegar a la esquina de Grau cuando me topé
con Miguelito Barraza. Me preguntó:
— ¿Tienes un troncho, Marito?—No —le respondí, y lo mande al Serrano donde había un montón. Volvimos los dos al mercadillo y apenas Barraza entró, una turba se lo
tragó. La gente no había comido, por lo visto. Me acerqué a la mesa a ver si
podía encontrar algo para comer, pues me moría de hambre. Me puse a un lado
cuando vi que un grupo de mujeres estaban limpiando las mesas. Una de ellas, que
recogía los platos sucios, pasó a mi lado y sin mirarme, me dijo:— ¡Tú te quedas conmigo! —y siguió de largo.
La reconocí, era de Juana Ibarbourou. Traté de comprender todo el
significado de lo que me dijo. En esa bacanal, solo un propósito podía tener
esa frase. De pronto apareció mi mujer.
— ¿Dónde has estado?
—Te he estado buscando —le mentí.
Se suponía que iba a estar a su lado, como siempre, en todo.
—Estuve por allí —le dije—, con un grupo de poetas, salteadores y
pintores.
—Te cuento —me dijo—, tengo un chupetón aquí. Y señaló con su índice en su «atrás».
—Un chupetón aquí y aquí —señalando cada nalga.
Y luego, llevando su mano hacia su vientre, dijo:
—Y tres… ¡acá!
Su índice señaló su…
Del libro "Cuentos humanos" Fondo editorial UNMSM. Lima-Peru 2015.
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