Desperté. Me
despertó mi propio llanto. Lloraba inconsolablemente porque sus ojos me decían
que no me creía, por más que la estrujaba de los hombros. ¡No me creía! Me hizo
llorar su incredulidad, porque significaba que la perdería irremediablemente,
como la última vida. Y eso pasaría aun queriéndome ella, entrañablemente.
Porque, era cierto... ¡me quería!
Desperté. Mi
razón comenzó a vagar por los extramuros de mi conciencia, hasta allí me llevó
mi cruel pena. De pronto, se extravió mi razón, mi alma atada a los
sentimientos se oprimía en sufrimiento. El pasado, presente y futuro se
hallaron juntos en el dolor. Mi sensibilidad bebió el trago amargo que me
sirvió la tristeza. No encontraba paz ni reposo; donde se posaba mi mente
emergía un sentimiento triste. No encontraba escape; a donde trataba de huir,
allí me alcanzaba la tristeza y me hacía volver a la soledad. Me dije que la
única manera de huir de ellas era no sentir, convertirme en una cosa, en un
objeto, un proceso, una luz que cambia, una hoja que se mueve, un auto que se
desplaza… ¡No!, me dije; eso sería morirme. Así que regresé donde ellas y se
contentaron.
—¡Haces bien!
—me dijeron.
Desde esa noche
viven conmigo. Me reciben cuando llego a casa. Ya no tengo apuro en volver,
porque siempre están allí, esperándome pacientemente. Conmigo se sientan a la
mesa, están a mi lado donde voy. Al dormir me cobijan... y su presencia es lo
último que siento cuando mis ojos se cierran.
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