sábado, 9 de mayo de 2020

Elisa



Elisa era la compañera que tocaba la mandolina en el grupo. Elisa se paraba bien en el escenario, sea en las tablas del Teatro Municipal o en el asfalto duro del local del trabajador municipal de Breña. Era trigueña, mestiza, baja rechonchita. Tenía su pelo lacio que tras constantes “permanentes” lo había transformado en el pelo de “Mafalda”. Su voz era grave, monótona y su hablar sobrio, como si sus palabras pesaran tanto para llevarlas desde el cerebro hasta la boca. También se demoraba un tanto para articular una oración. Era inmutable. Vivía en un departamento alquilado entre mucho otros de una antigua casa tugurizada en el centro de Lima. Me costaba entrar en su casa y acostumbrarme a la poca luz, a pesar que en la calle hacia un sol esplendoroso. La casa olía a barro y quincha, barnizado con el olor de miles de comidas y olores humanos que habían impregnado sus paredes. Siempre vestía de jean, camisa a cuadros manga larga y un pulóver azul, en invierno como en verano. Pero cuando repicaba su mandolina, todo su temple y coraje se vertían en el trino limpio de sus cuerdas metálicas. Incólume, miraba otro espacio mientras tocaba. Solo su mano derecha aleteando como colibrí, pulsaba arrítmicamente las cuerdas, mientras los dedos de la izquierda iban tejiendo melodías. Impertérrita, parecía una roca.

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