Elisa era
la compañera que tocaba la mandolina en el grupo. Elisa se paraba bien en el escenario,
sea en las tablas del Teatro Municipal o en el asfalto duro del local del
trabajador municipal de Breña. Era trigueña, mestiza, baja rechonchita. Tenía
su pelo lacio que tras constantes “permanentes” lo había transformado en el
pelo de “Mafalda”. Su voz era grave, monótona y su hablar sobrio, como si sus
palabras pesaran tanto para llevarlas desde el cerebro hasta la boca. También se
demoraba un tanto para articular una oración. Era inmutable. Vivía en un
departamento alquilado entre mucho otros de una antigua casa tugurizada en el
centro de Lima. Me costaba entrar en su casa y acostumbrarme a la poca luz, a
pesar que en la calle hacia un sol esplendoroso. La casa olía a barro y
quincha, barnizado con el olor de miles de comidas y olores humanos que habían impregnado
sus paredes. Siempre vestía de jean, camisa a cuadros manga larga y un pulóver
azul, en invierno como en verano. Pero cuando repicaba su mandolina, todo su
temple y coraje se vertían en el trino limpio de sus cuerdas metálicas.
Incólume, miraba otro espacio mientras tocaba. Solo su mano derecha aleteando
como colibrí, pulsaba arrítmicamente las cuerdas, mientras los dedos de la
izquierda iban tejiendo melodías. Impertérrita, parecía una roca.
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