Íbamos
regresando todos, sentados uno al lado del otro, con las cabezas gachas;
algunos iban tomados de las manos; otros, apoyados sobre los codos en los
asientos. Pero todos iban cavilando, pensando sobre sí mismos. Habíamos
terminado esa jornada y estábamos todos muertos.
No había ningún
temor en nosotros. Estábamos ensimismados, mirando hacia dentro de nosotros,
liberándonos de lo que hacía unos instantes fuimos, encontrándonos con lo que
realmente somos, recontando lo que hicimos. Estábamos serios y graves, con la
mirada puesta en algún lugar mientras que la memoria nos entregaba recuerdos
que poco a poco se desprendían de nosotros. Nuestras vivencias fluían y
flotaban sobre nuestras cabezas. Las imágenes lentamente se desvanecían en el
éter. Aún vestíamos la ropa con la que nos sorprendió este tránsito. Eran
múltiples y variadas y nos dio una idea de lo repentino y lo inesperado del
hecho. Una joven de dieciocho años, de cabello teñido de rubio, llevaba una
falda estrecha y una blusa ceñida; un joven con apariencia de oficinista, un
traje oscuro y camisa de cuello y corbata; un actor, vestido de rey Luis XVI;
un obrero sentado a su lado aún tenía los guantes en las manos y un casco
protector en la cabeza. Un doctor con mandil blanco y su estetoscopio alrededor
del cuello y hasta un sacerdote con su sotana franciscana y su rosario
enrollado en sus dedos.
En esa soledad
compartida cada uno se iba desprendiendo de sus temores, de sus culpas, como
hojas desprendidas por el viento, se iban yendo rencores y lamentos. Una
adolescente de adelante se desprendió del recuerdo del hijo que abortó y de la
terquedad que imponía a quienes se le acercaban para darle consejos que no
siguió. Un gerente, aún con su portafolio en su brazo, recordaba la carrera ascendente
que realizó a costa de innobles acciones, olvidando reglas, atropellando
consideraciones, saltando barreras morales, para obtener la directiva. Una dama
echaba de su recuerdo y remordimiento el haber puesto miles de trabas y
obstáculos para evitar que sus menores hijos disfrutaran normalmente de la
alegría de las visitas del padre y hacerle la vida imposible por detalles y
nimios requerimientos, porque no soportaba que otras personas fueran felices y
no ella. Al lado, un constructor se olvidaba de los defectuosos caminos que
construyó, de la fortuna que acumuló al edificar obras de calidad ínfima y
amañando las inspecciones. Un juez, al otro lado, se liberaba del tormento de
repasar en su mente los rostros de inocentes que condenó porque no le agradaba
el color de su piel, sus miradas, sus apariencias y su trato inhumano,
insensible e inmisericorde con el pobre. Un policía, todavía con su uniforme,
su pistola y su bastón dejaba liberar la conciencia de las falsas imputaciones
que levantó contra gente que no le simpatizaba: ancianos, extranjeros,
homosexuales.
Así, poco a poco
se fueron liberando, esfumándose de sus cabezas todas sus penas. Todos
escuchaban las confesiones de todos; todos sabían de todos y en el trayecto nos
fuimos sintiendo menos acongojados, nos apiadamos de nosotros y de los demás.
Poco a poco los sentimientos se hicieron lejanos, disipados. Nuestra vida se
purgó del dolor en un instante. Desechado lo que habíamos pasado, solo quedó la
tristeza de haber vuelto, de no poder haberlo hecho mejor. Y la pena de saber
que volveríamos a intentarlo otra vez.
**********************
No hay comentarios.:
Publicar un comentario