Vivía
en Lima, capital de Perú, a mediados de los años sesenta. En ese tiempo contaba
con quince años de edad y me dirigía a la casa de un familiar, la hermana de mi
padre. Para tal fin abordé un ómnibus que recorría dos avenidas principales de
la ciudad, avenida Grau y luego la avenida Alfonso Ugarte, nombre de dos héroes
peruanos, de una guerra fratricida con un “hermano país”, que así se suele
llamar las relaciones entres los países sudamericanos, que revisando la
historia, más parecerían hermanastros. Bueno, ese es otro cuento.
El
ómnibus era una vieja unidad de madera, de transporte público. Inclusive, hasta
el piso era de madera, con listones que estaban entornillados al chasis por unos
pernos visibles. El ómnibus tenía un conductor y un cobrador del pasaje. El bus
no tenía puertas, se subía por la parte
posterior y se bajaba por la parte delantera.
Era
sábado, por la mañana y las siete y media cuando subí al bus. Algo extraño
sucedió, mejor dicho, dos cosas inusuales ocurrieron en esa travesía. Al subir
el cobrador solo me hizo pagar la tarifa de universitario, ósea la mitad del
pasaje normal. Me sorprendí pues no pensaba que me veía tan mayor como parecer
estudiante de universidad y que además, que el cobrador no me pidiera mostrarle
mi carnet, que para eso realmente lo usaban los universitarios.
Luego
de dos paraderos subió un hombre que vestía un terno, saco, pantalón y corbata.
El hombre pagó y se paró casi detrás del conductor. Yo estaba sentado un poco
más atrás y divisé al hombre que se agarraba
con las dos manos del pasamano que pendía del techo del bus. Le miré la
cara y me di cuenta que estaba ebrio,
como una uva. Su rostro estaba desencajado, sus pupilas brillosas, tenía una
mueca singular en el rostro y se balanceaba parado en su sitio. Sospeché que
venía de algún compromiso del día viernes, que se le alargó hasta la madrugada.
Es la forma con que despiden la semana los empleados en el llamado "sábado
chico”. No había nadie más que iba parado en el bus y me dije, que mala suerte
tiene este hombre que no haya asiento, porque si no, podría pasarla descansando
durante el viaje. Frente a este borracho estaba sentada una señora. Digo
señora en relación a mi edad. Toda mujer después de los 25 años eran señoras,
para mí y para toda mi generación. No distinguimos si eran solteras o casadas.
La señora aquella tendría 30 a 35. Se veía que era muy seria por su vestimenta
y como mantenía su postura sentada, tiesa y mirando de frente.
No
me había dado cuenta al principio pero luego, al ver el rostro del borracho, noté que estaba sonriendo a la señora, a quien miraba fijamente. Me pareció gracioso, un borracho
haciéndose de Don Juan ante una mujer seria. Pensé que con el licor muchos
hombres tienen ese atrevimiento. Pero algo ocurría más abajo, lo cual no me
había percatado. El hombre tenía la cremallera del pantalón abierta y por allí
se salía su órgano sexual. Presumí que el tipo debió de orinar antes de subir
al bus y por los tragos olvido guardárselo.
El
miembro era totalmente visible, pues no tenía el tamaño de un pichoncito de
paloma, forma que suele tener cuando está "dormido". Parece que poco
a poco el entusiasmo que el hombre sentía por la señora hacia que lentamente el
miembro se irguiera.
Miré
a la mujer, lucía incomoda, fastidiada, apretando los labios, pero no atinaba a hacer
nada más. No había otro sitio disponible y su formalidad la tenía atornillada a
su asiento y lo peor, mirando al frente, justo al miembro viril del borracho.
No
podía creer lo que estaba pasando. Obviamente no fui el único que se percató
del hecho. Otros señores, que no estaban
ebrios, también se dieron cuenta; también otras señoras, e incluso el cobrador
que pasaba de atrás para adelante. Increíblemente nadie objeto nada, nadie se
levantó de su asiento para apostrofarle al borracho su conducta, ni siquiera
alzaron la voz para detener esa vejación. ¿Qué hubieran podido hacer? Decirle
quizá, Señor, guarde su… o Señor, ¿no se da cuenta que su…? Parece que
cualquier cosa que hicieran lo tomarían como algo muy bochornoso, así que, no atinaron hacer
nada. Lo peor fue que el ebrio se había entusiasmado tanto con la señora que su
pene alcanzó el 100 por ciento de erección mientras que la señora seguía seria
e impertérrita.
Al
ver que nadie intervenía a increpar la conducta al borracho me iba a levantar
para cederle mi asiento cuando el ómnibus entro en una rotonda. El ómnibus se
ladeó para la derecha y el borracho para mantener el equilibrio echó su cuerpo al lado contrario, acercando sus
caderas y por ende el miembro erecto a la cara de la señora. Inexplicablemente
la mujer sonrió levemente. El borracho al darse cuenta de ese efecto, continuó
echándose hacia el rostro de la mujer ya descaradamente ¿y la mujer? Continuaba
sonriendo, pero más, como si encontrará un gusto a lo que pasaba. No encontraba
explicación a esa reacción de la señora. Sabía que en un ataque de pánico las
personas se quedaban petrificadas, pero que a la vez sonrieran no era nada
lógico. Cuando el bus termino de dar la vuelta a la plaza me bajé al llegar a mi paradero.
Me
hubiera gustado quedarme para ver como terminaba ese romance. A mi corta edad
nunca había visto una escena erótica como esa, ni siquiera en una película para
adultos de Ingmar Bergman, en ninguna función del cine Apolo del Jirón Puno, en
Barrios Altos. Al reflexionar sobre lo que había visto atiné a creer que lo que
pasó en el ómnibus no fue una escena voluptuosa, fue un romance desnudo y
carnal. Y encima constatable, pues la doña podía verificar instantáneamente
cuanto ella atraía al borracho, con solo ver el grado de erección de su miembro
y el borracho ver en la sonrisa de la dama el gusto que tenía ella por él.
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