lunes, 3 de abril de 2017

El ómnibus del amor


Vivía en Lima, capital de Perú, a mediados de los años sesenta. En ese tiempo contaba con quince años de edad y me dirigía a la casa de un familiar, la hermana de mi padre. Para tal fin abordé un ómnibus que recorría dos avenidas principales de la ciudad, avenida Grau y luego la avenida Alfonso Ugarte, nombre de dos héroes peruanos, de una guerra fratricida con un “hermano país”, que así se suele llamar las relaciones entres los países sudamericanos, que revisando la historia, más parecerían hermanastros. Bueno, ese es otro cuento.
El ómnibus era una vieja unidad de madera, de transporte público. Inclusive, hasta el piso era de madera, con listones que estaban entornillados al chasis por unos pernos visibles. El ómnibus tenía un conductor y un cobrador del pasaje. El bus no tenía puertas, se subía  por la parte posterior y se bajaba por la parte delantera.
Era sábado, por la mañana y las siete y media cuando subí al bus. Algo extraño sucedió, mejor dicho, dos cosas inusuales ocurrieron en esa travesía. Al subir el cobrador solo me hizo pagar la tarifa de universitario, ósea la mitad del pasaje normal. Me sorprendí pues no pensaba que me veía tan mayor como parecer estudiante de universidad y que además, que el cobrador no me pidiera mostrarle mi carnet, que para eso realmente lo usaban los universitarios.
Luego de dos paraderos subió un hombre que vestía un terno, saco, pantalón y corbata. El hombre pagó y se paró casi detrás del conductor. Yo estaba sentado un poco más atrás y divisé al hombre que se agarraba  con las dos manos del pasamano que pendía del techo del bus. Le miré la cara y me di  cuenta que estaba ebrio, como una uva. Su rostro estaba desencajado, sus pupilas brillosas, tenía una mueca singular en el rostro y se balanceaba parado en su sitio. Sospeché que venía de algún compromiso del día viernes, que se le alargó hasta la madrugada. Es la forma con que despiden la semana los empleados en el llamado "sábado chico”. No había nadie más que iba parado en el bus y me dije, que mala suerte tiene este hombre que no haya asiento, porque si no, podría pasarla descansando durante el viaje. Frente a este borracho estaba sentada una señora. Digo señora en relación a mi edad. Toda mujer después de los 25 años eran señoras, para mí y para toda mi generación. No distinguimos si eran solteras o casadas. La señora aquella tendría 30 a 35. Se veía que era muy seria por su vestimenta y como mantenía su postura sentada, tiesa y mirando de frente.
No me había dado cuenta al principio pero luego, al ver el rostro del borracho, noté que estaba sonriendo a la señora, a quien miraba fijamente. Me pareció gracioso, un borracho haciéndose de Don Juan ante una mujer seria. Pensé que con el licor muchos hombres tienen ese atrevimiento. Pero algo ocurría más abajo, lo cual no me había percatado. El hombre tenía la cremallera del pantalón abierta y por allí se salía su órgano sexual. Presumí que el tipo debió de orinar antes de subir al bus y por los tragos olvido guardárselo.
El miembro era totalmente visible, pues no tenía el tamaño de un pichoncito de paloma, forma que suele tener cuando está "dormido". Parece que poco a poco el entusiasmo que el hombre sentía por la señora hacia que lentamente el miembro se irguiera.
Miré a la mujer, lucía incomoda, fastidiada, apretando los labios, pero no atinaba a hacer nada más. No había otro sitio disponible y su formalidad la tenía atornillada a su asiento y lo peor, mirando al frente, justo al miembro viril del borracho.
No podía creer lo que estaba pasando. Obviamente no fui el único que se percató del hecho. Otros señores, que no estaban ebrios, también se dieron cuenta; también otras señoras, e incluso el cobrador que pasaba de atrás para adelante. Increíblemente nadie objeto nada, nadie se levantó de su asiento para apostrofarle al borracho su conducta, ni siquiera alzaron la voz para detener esa vejación. ¿Qué hubieran podido hacer? Decirle quizá, Señor, guarde su… o Señor, ¿no se da cuenta que su…? Parece que cualquier cosa que hicieran lo tomarían como algo  muy bochornoso, así que, no atinaron hacer nada. Lo peor fue que el ebrio se había entusiasmado tanto con la señora que su pene alcanzó el 100 por ciento de erección mientras que la señora seguía seria e impertérrita.
Al ver que nadie intervenía a increpar la conducta al borracho me iba a levantar para cederle mi asiento cuando el ómnibus entro en una rotonda. El ómnibus se ladeó para la derecha y el borracho para mantener el equilibrio echó su  cuerpo al lado contrario, acercando sus caderas y por ende el miembro erecto a la cara de la señora. Inexplicablemente la mujer sonrió levemente. El borracho al darse cuenta de ese efecto, continuó echándose hacia el rostro de la mujer ya descaradamente ¿y la mujer? Continuaba sonriendo, pero más, como si encontrará un gusto a lo que pasaba. No encontraba explicación a esa reacción de la señora. Sabía que en un ataque de pánico las personas se quedaban petrificadas, pero que a la vez sonrieran no era nada lógico. Cuando el bus termino de dar la vuelta a  la plaza me bajé al llegar a mi paradero.

Me hubiera gustado quedarme para ver como terminaba ese romance. A mi corta edad nunca había visto una escena erótica como esa, ni siquiera en una película para adultos de Ingmar Bergman, en ninguna función del cine Apolo del Jirón Puno, en Barrios Altos. Al reflexionar sobre lo que había visto atiné a creer que lo que pasó en el ómnibus no fue una escena voluptuosa, fue un romance desnudo y carnal. Y encima constatable, pues la doña podía verificar instantáneamente cuanto ella atraía al borracho, con solo ver el grado de erección de su miembro y el borracho ver en la sonrisa de la dama el gusto que tenía ella por él.

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