Había
fiestas que las estudiantes de los últimos años de estudio de los colegios
secundarios hacían para recaudar fondos para su viaje de promoción. Se hacían
en un local de amplios salones, con algún conjunto de rock y en un ambiente en
penumbras y con focos de luces
ultravioleta.
Nunca
había concurrido a una pero un amigo nos ofreció conseguirnos algunas entradas. Mis amigos y yo éramos muy jóvenes para disfrutar cabalmente de esas
reuniones pero las compramos con la intención de conocer chicas de nuestra edad
quienes también asistían pero con un propósito que muy pronto habríamos de
descubrir.
Entramos.
Las dulces notas de la melodía de una romántica canción envolvía la habitación,
la leve oscuridad dilataba levemente mis pupilas y el olor de cigarrillo y el
perfume de mujer embriagaba los sentidos y mi edad, mi tierna edad, se encandiló ante goces viejos pero nuevos para mí.
Las
vi. Y mi alma se retorció anhelante,
insegura, temblorosa y vacilante frente a ese ser femenino tan desbordante,
inasible, incomprensible. Tan indescifrables eran que sus actos comprimían,
estrujaban y trituraban mi sensibilidad. Aunque era de más edad que mis
antagonistas femeninas, yo era un
juguete, una marioneta, un títere de sus perversos juegos.
A
los trece y aun a los doce ya sabían cómo turbar a chicos de 15 o 16 y tristemente
fui yo uno entre ellos. Se ufanaban de hacer sufrir con su estudiado desdén y
repentina coquetería al infortunado y púber galán. Con una maliciosa sonrisa, un mohín infantil lo atraían,
más luego, un gélido saludo, una mueca de fastidio hundía en el más profundo
desosiego y desesperación al condenado pretendiente. A pesar de todo eso, me
deslumbraban y me atemorizaban a la vez, como la admiración y el temor que sentí
al ver por primera vez el mar, tan vasto que mis ojos no podían abarcar, tan
inconmensurable que mi mente no lo podía concebir. Nacieron así, no hay tabla
rasa, vienen con algo predeterminado, con esas artes que las hace posar como
damiselas o artemisas en su coto de
caza.
Allí
en la habitación mi tiempo pasaba no en horas sino en rechazos que sufría ante tamaño
contendor. Aun así persistía en quedarme allí porque buscaba lo que Rubén Darío buscó en cada mujer que amó, lo femenino, que habita dentro de su ser.
A
mi edad no sabía muchas cosas, es cierto. Una de las cosas que no sabía era si
en esas lides rondaba el amor. Lo supe años después en mis 20 cuando quise volver a tener 15 o 16 para ser un
triunfador en el amor con lo que ahora si sé.
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