Dicen que la danza, junto con el canto colectivo, era una forma natural
con que las antiguas culturas alababan a los dioses, de dar las gracias por los
alimentos, por nacer y morir.
A Mabel le gustaba mucho bailar. Era la que primera bailaba en las
fiestas. Mabel le encontraba una pasión singular al bailar. Era como si su
cuerpo se liberaba de lastre que se le acumulaba en el trajín de los días, en
el confrontar la vida con todos sus desatinos y problemas. Mabel bailaba con suavidad,
pero con constancia e intención, siempre sonriendo sutilmente. Cuando la miraba
bailar era como si ella dijera tengo vida, estoy viva.
Un día, poco antes que no nos viéramos más, hubo en una reunión familiar.
Estábamos en el patio de la casa de la hermana de Mabel. Habíamos estado
charlando por horas, desde las 4 o 5 de la tarde. Era las ocho de la noche y
alguien puso música. Apenas sonó algunos compases de una canción cuando Mabel,
que estaba sentada a unos metros detrás de mí, extiende su mano para coger la mía
y sacarme a bailar repentinamente. Yo, claro, salí a bailar de buen grado, como
sabiendo que yo le pertenecía y Mabel actuaba como si fuera cierto. Algunas
personas alzaron las cejas algo sorprendidas por ese arranque de Mabel, pero estábamos
en una fiesta para celebrar. De inmediato muchos salieron a bailar y estuvimos así
por horas.
En un momento que me senté a descansar se acercó la hijita de Mabel que tenía seis años. Me agarró la mano con su manita y me jaló para que me parara. Yo me dejé llevar y me paré sin saber lo que iba a pasar. La niña me jaló un poco más al frente del patio y se acercó donde Mabel y le tomó la mano también. La niña nos tenía de la mano de cada uno y sonreía feliz meciéndose en nuestras manos. No sé porque, pero me sentí un poco incómodo. Sin querer, de una manera inocente la niña me estaba ligando a Mabel, como si fuéramos pareja, como si fuéramos sus padres. Nada se podía hacer, nadie podía romper esa situación por lo cándida de su motivación. Si alguien lo hiciera seria incluso mal aceptado. En realidad, el momento era incomodo de por sí. Yo no veía la cara de Mabel, pero imagino que de alguna manera sentía lo mismo. En ese círculo familiar en que nos hallábamos, a esa hora de la noche, no veía ya a seres humanos, veía colores, rojo, naranja y amarillo. Miraba el suelo y en el balanceo de las manos sentía que me equilibraba en un espacio que era viejo. El momento más embarazoso fue cuando levanté la mirada y me topé con los ojos del esposo de Mabel que me miraba con un rostro petrificado de asombro por ver un tiempo que no era el de allí, desconcertado de ver un pasado que tenía conciencia que no había vivido.
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