miércoles, 1 de julio de 2020

El brujo de la quena


El brujo de la quena
-Vamos para que conozcas al brujo de la quena.
Chullo me había nombrado al tal brujo varias veces. En todas esas ocasiones se refería a él como su maestro. Íbamos caminando por Avenida Emancipación camino a la Plaza Unión.
-Son como las ocho, el brujo aún debe de estar allí.
Realmente no tenía curiosidad de conocerlo, pero como estábamos en la ruta quise complacerlo.
En esos tiempos había aflorado una cantidad de quenista que se preciaban y que se les apreciaban como muy buenos. Todo esto comenzó a principio de los setenta cuando la Lima de los criollos descubrieron que existía la sierra con unas expresiones culturales antagónicas a las suyas. El folklore era exotismo para la clase media de blancos, medio blancos, zambos, negros y aun para mestizos que ocultaban sus orígenes provincianos y hasta que hablaban quechua. Fueron los más jóvenes que como una onda vanguardista se atrevieron a cultivar la música indígena. Tuvieron en Uña Ramos un epígono a seguir cuando se propaló su elepé “El arte de la quena”. Ramos tocaba bien, su sonido era limpio y dulce, pero sin emoción. En la misma época sonaba otro quenista extranjero, Raymond Thevenot, cuyo estilo era más frio y preciosista. Alguien tenido también como reputado quenista era justamente nuestro profesor en el Centro Folclórico del Magisterio, Alejandro Vivanco. Estudiamos con Vivanco su método tonal de la quena. Lo conocí con más de setenta años de edad y cuando tocaba la quena el sonido le salía limpio, tenía emotividad, pero no embrujaba. En contraste, los jóvenes quenistas tendían a adornarse y a hacer malabares, “firuletes”, creyendo que con esa práctica se daban a dotar como los mejores.
Íbamos por el lado izquierdo de Emancipación a dos cuadras de la Plaza Unión.
- ¡Aquí es! Dijo Chullo.
Nos detuvimos a la entrada de un canchón que servía de depósito de carretillas y quioscos rodantes. No había luz eléctrica y estaba ya un poco oscuro. Entramos y al lado derecho un señor de edad, como de setenta y pico de años guardaba algunas cosas como de zapatero, clavos, tachuelas, tintes y pomadas. Chullo le habló en quechua, riendo mientras lo saludaba.
-Aquí te presento a mi amigo de quien te hable.
-Buenas noches, ¿Cómo está? –Lo saludé. No escuché que me respondió.
-Brujo, ¿puedes tocar un ratito para mi amigo?
Vi al brujo. Era un hombre modesto, envejecido, pelo corto y canoso, facciones andinas, rostro redondo y contextura ligeramente obesa. Tenía cierta humildad en su mirada que de alguna manera me apenaba.
Accedió a tocar y saco su quena de un estuche de lana tejida. Vi llevar la embocadura de la quena hasta sus agrietados labios que estaban rodeados de una crin de bigotes ralos blanquecinos. El aire que insuflaba comenzó a escaparse por los orificios de la quena. Los dedos del brujo les cerraba la fuga con unos dedos nudosos que terminaban en las primeras falanges convertidas por el uso en paletas.
Terminada su interpretación nos despedimos del brujo y nos fuimos caminando hacia la Plaza Unión.
- ¿Qué te pareció el brujo?
- ¿Qué canción tocó?
-El Manchaypuito.
-Bien triste, ¿no? Pero si, toca muy bien.
-Sí, realmente es el brujo de la quena – Sentenció Chullo.
Pero yo iba pensando en otra cosa y Chullo no se había dado cuenta. El discípulo había superado a su maestro y Chullo era ya el brujo de la quena.




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