Estábamos amarrados, hechos prisioneros por los invasores y sus aliados
los chankas. Nos mantenían vivos para que les revelemos donde se hallaban
nuestra resistencia.
En la noche aprovechamos el sueño de los traidores, escapamos hacia los
cerros de Achaypata. Éramos ocho, nos dividimos en dos grupos, uno corrió en
dirección norte y yo y mi grupo al sur. La ruta que tomamos era bien pedregosa
y sin ojotas no avanzamos mucho. Llego el amanecer y no habíamos recorrido lo
suficiente. De repente, sentimos el zumbido de las flechas chankas. Nos tiraban
desde la base del cerro. Decidimos correr hacia abajo para escondernos de sus tiros,
aunque sabíamos que nos podían cazar más fácilmente. Corríamos en fila, yo iba
atrás. Podía sentir sus pasos detrás y me apuraba lo más que podía. Llegamos
hasta un pequeño claro, mas allá se abría un bosque bien tupido. Sería la
oportunidad para el triunfo y corrimos más rápido, en zigzag. El compañero que
iba delante alcanzó el bosque, así
el segundo y el tercero. Yo pude al fin alcanzar el bosque y me internaba
cuando sentí una punzada en mi espalda que me derribó. Me revolqué de dolor que … me hizo despertar.
Aun en la cama luchaba por coger la flecha y arrancármela. Poco a poco el dolor fue
desvaneciéndose y la punzada desapareció. Me pude dar vuelta, estaba en mi
cuarto
- ¡Que horrible sueño! –Me dije, no por la persecución y el flechazo
sino por el dolor que fue tan real.
Tenía seis años y desde esa edad tengo reminiscencia de ese dolor mortal.
A los 36 me aboqué en leer “Los
comentarios reales de los Incas”, de Garcilaso de La Vega. En unos de sus tomos
leí que un soldado llamado Kanchari fue apresado por los españoles y que
intentando escapar fue muerto. Aun hoy siento que Kanchari sigue corriendo por
su vida y es muerto miles de veces.
¡Descansa en paz, Kanchari!
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