martes, 27 de abril de 2021

¡Guíame Mabel! - XXVII

 

Nos pasamos el tiempo hablando de la vida y obviamos hablar de la muerte, como si no existiera o sino, la concebimos como un hecho extraordinario y penoso, como una desgracia que esperamos que no nos ocurra ni a nadie que queremos, aunque si debía de ocurrir, que la muerte le suceda a otra persona.

¿Por qué la ocultamos? Porque nos espanta y nos espanta porque ya no vamos a vivir y vivir lo es todo, y algo primordial de vivir es el ver. El ver nos afirma que algo que vemos existe y existimos porque somos vistos. Si ya no vemos o ya no veremos nunca más a un ser querido, en la práctica, eso representa para nosotros la muerte. Claro, también hay el tocar, el escuchar, aun oler, pero los tomamos como grados reducidos del existir. ¿Qué tal si escucháramos a un ser querido, pero no lo viéramos, diríamos que existe? Probablemente diríamos que no. Tal parece que tampoco sabemos mucho de la vida. Quizás supiéramos más de la vida si conociéramos más de la muerte.

En definitiva, son un par, como el ying y el yang, como el arriba y el abajo, coexisten juntas y no se pueden separar. Es más, ambos son solo procesos, la vida es la entrada al cuerpo físico y la muerte es la salida. Por ende, el espacio y el tiempo entre esos dos procesos no es lo que denominamos vida sino la existencia física. Si a esto le agregamos la noción que en realidad el tiempo no existe, estaremos extremadamente confundidos.

¿Qué cómo lo sé?

Como todos. He tenido encuentros con la muerte consiente e inconscientemente. Tuve dos accidentes de tránsito. De pequeño me atropellaron dos veces, a los cuatro y a los cinco años. A los cuatro tuve una infección grave que el médico que me trató le dijo a mi madre que talvez no viviría mucho, que quizás podría vivir a los quince, con mucha suerte. De grande, un grupo terrorista me puso una emboscada que, teniéndome a su merced, desistieron de matarme.

A pesar de esas experiencias, no sabía que era la muerte. A los cuatro años vi a mi hermanito de meses morir en los brazos de mi madre. Asistí a todos los velorios que se celebraba antes del entierro de todos los familiares que fallecían. Conocí el cementerio de pies a cabeza, donde jugábamos con mis primos a las escondidas. Fui a la morgue de la ciudad para ver los cadáveres eviscerados de gente. Amigos cercanos murieron jóvenes, pero ninguno de esos decesos me enseñaron que era la muerte.

Hasta que murió Mabel.

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