Nos pasamos el
tiempo hablando de la vida y obviamos hablar de la muerte, como si no existiera
o sino, la concebimos como un hecho extraordinario y penoso, como una desgracia
que esperamos que no nos ocurra ni a nadie que queremos, aunque si debía de
ocurrir, que la muerte le suceda a otra persona.
¿Por qué la
ocultamos? Porque nos espanta y nos espanta porque ya no vamos a vivir y vivir
lo es todo, y algo primordial de vivir es el ver. El ver nos afirma que algo
que vemos existe y existimos porque somos vistos. Si ya no vemos o ya no
veremos nunca más a un ser querido, en la práctica, eso representa para
nosotros la muerte. Claro, también hay el tocar, el escuchar, aun oler, pero
los tomamos como grados reducidos del existir. ¿Qué tal si escucháramos a un
ser querido, pero no lo viéramos, diríamos que existe? Probablemente diríamos
que no. Tal parece que tampoco sabemos mucho de la vida. Quizás supiéramos más
de la vida si conociéramos más de la muerte.
En definitiva,
son un par, como el ying y el yang, como el arriba y el abajo, coexisten juntas
y no se pueden separar. Es más, ambos son solo procesos, la vida es la entrada
al cuerpo físico y la muerte es la salida. Por ende, el espacio y el tiempo
entre esos dos procesos no es lo que denominamos vida sino la existencia
física. Si a esto le agregamos la noción que en realidad el tiempo no existe,
estaremos extremadamente confundidos.
¿Qué cómo lo sé?
Como todos. He
tenido encuentros con la muerte consiente e inconscientemente. Tuve dos
accidentes de tránsito. De pequeño me atropellaron dos veces, a los cuatro y a
los cinco años. A los cuatro tuve una infección grave que el médico que me
trató le dijo a mi madre que talvez no viviría mucho, que quizás podría vivir a
los quince, con mucha suerte. De grande, un grupo terrorista me puso una
emboscada que, teniéndome a su merced, desistieron de matarme.
A pesar de esas
experiencias, no sabía que era la muerte. A los cuatro años vi a mi hermanito
de meses morir en los brazos de mi madre. Asistí a todos los velorios que se
celebraba antes del entierro de todos los familiares que fallecían. Conocí el
cementerio de pies a cabeza, donde jugábamos con mis primos a las escondidas.
Fui a la morgue de la ciudad para ver los cadáveres eviscerados de gente.
Amigos cercanos murieron jóvenes, pero ninguno de esos decesos me enseñaron que
era la muerte.
Hasta que murió Mabel.
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